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Autor: jorge

Caso Sandra Viviana Cuéllar: el fracaso de la justicia colombiana

Nuevo episodio podcast

Junio 28 – 2024

Por Jorge Luis Galeano

De Sandra Viviana Cuéllar Gallego no se supo más desde el lunes 17 de febrero de ese año (2011) día cuando fue desaparecida forzadamente. De eso es el episodio de hoy: de lo que la justicia colombiana no ha hecho para encontrarla y de la decisión de llevar el caso a instancias internacionales.

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Junio 26 -2024

Crónica en los manglares colombianos, trinchera contra el cambio climático

Por G. Jaramillo Rojas desde Nueva Venecia, Buenavista y Bocas de Cataca

Este texto fue publicado en www.desdeabajo.info  y hace parte de una alianza entre medios Alternativos

En el Caribe colombiano, tres pueblos palafíticos ubicados en medio de la Ciénaga Grande de Santa Marta se apoyan en la identidad ecológica de los manglares para hacer frente al cambio climático. Una historia de múltiples resistencias.

«Solo si fuera una película, creería que todo esto es real»
Werner Herzog

Llegamos a La Bendición de Dios el mediodía de un martes. Treinta y cinco grados de temperatura. Dos horas antes habíamos partido de Pueblo Viejo, una humilde población de pescadores que posee una fortuna tan pero tan grande que tiene mucho de desgracia: hacia el norte, costa de agua salada, hacia el sur, ribera de agua dulce. Las olas del mar Caribe permanecen divorciadas artificialmente de la corriente de la Ciénaga Grande de Santa Marta. En medio, una carretera, un cementerio de manglar y cientos de casitas sostenidas por latas y palos.

Íbamos con la ilusión de encontrar un paraíso y el calor era más bien la antesala de un infierno. Sorteamos zonas de pesca de róbalo, camarón y jaiba. Las lisas, pequeños peces plateados con ínfulas de vuelo, nos escoltan todo el trayecto con sus fugaces y enceguecedores brillos. Las poblaciones de Tasajeras y Palmira son el último esbozo de tierra firme. La eterna romería consiste en la venta de los frutos que regalan el mar y la ciénaga. Productos frescos que en nada ya están en los mercados de Santa Marta, Barranquilla, Riohacha y Cartagena con su valor inicial multiplicado por diez.

Ya en el primer quilómetro de navegación se pueden ver los primeros palafitos. Casas sostenidas con estacas que flotan sobre el agua como los pensamientos lo hacen en la mente. La fortuna de tener las dos aguas tan cerca se convirtió en desgracia cuando en 1956 fueron separadas por la construcción de la vía Ciénaga-Barranquilla. Un corredor vial de 64 quilómetros que rompió abruptamente con la armonía del ecosistema del manglar, unos arbolitos etéreos que forman insumergibles y estirados bosques que saben crecer exclusivamente en áreas inundadas de agua dulce con presencia de mareas.

RUIDO PHOTO, PAU COLL

Más que ingresar a una ciénaga lo que atravesamos fue un enorme paisaje de sacrificio humano: los cuerpos sudorosos de incontables pescadores brillaban castigados por el sol. ¿Y si pensamos que esta agua moderadamente salada se debe más a la transpiración de sus anfibios habitantes que a su proximidad con el mar? Mi mente empezaba a jugar en favor de fantasías deshaciéndose de las pesadeces de la razón.

Colombia se adhirió a la Convención Ramsar el 18 de junio de 1998. El primer «humedal de importancia internacional» que inscribió allí fue el sistema delta estuarino del río Magdalena, más conocido como Ciénaga Grande de Santa Marta. Para que un humedal sea considerado de importancia internacional debe ostentar gran variedad de especies vegetales y animales, poseer comunidades ecológicas representativas, raras o únicas, y, esencialmente, albergar una extensa diversidad biogeográfica. Hoy hay 12 sitios Ramsar, solo el 3 por ciento de todas las áreas de humedales que tiene el país. El 52,6 por ciento de este 3 por ciento es la ciénaga que navegamos.

Nuestro hospedaje se llama La Bendición de Dios. Es una casa de madera, sostenida por gruesos palos de manglar rojo y pintada de azul y blanco. Estamos 37 quilómetros adentro de la ciénaga, en Nueva Venecia, el centro neurálgico de la cultura palafítica del Caribe colombiano. Mi teléfono registra una sensación térmica que sobrepasa los 40 grados. La ciénaga despide el delgado vapor de una sopa caliente, los pescadores regresan de faenar ceñidos a una frugalidad semejante a la que despliegan las carrozas fúnebres y un estrepitoso vallenato de Diomedes Díaz que airea «menos mal que yo he sido un hombre valiente/ que aunque sangre no me duelen las heridas/ porque tengo mi experiencia conseguida/ mantendré siempre levantada la frente» anega aún más la monotonía del lugar. El almuerzo consiste en trozos de carne asada con patacones, arroz blanco y ensalada de cebolla y tomate. En Nueva Venecia hay cerca de 3 mil personas y las 3 mil personas viven, de una u otra manera, de la pesca.

Si nos disgustamos, me dice Pau, cada uno se va a una punta del bote. Me hace gracia esa acotación, pero me parece injusta porque, de suceder un enojo entre los dos, alguno debería irse para la punta de atrás, donde está Luis, nuestro capitán, morocho de enorme sonrisa blanca que, aunque casi no habla, seguramente al percibir la incomodidad de sus tripulantes preguntará por algo así como si el teléfono es iPhone, si el reloj es resistente al agua o por qué nos complicamos tanto armando tabacos si en la tienda ya los venden hechos. En cambio, el otro sí podría irse lejos del sonido del motor y conectarse de forma solitaria con el panorama lagunar y, así, olvidarse de todo mientras su rostro choca con la sutileza de un viento que arrastra chispitas de agua ambiguas, a veces dulces, a veces saladas.

Si el disgusto llegara a pasar, que se vaya Pau para adelante a sacar sus fotos. Yo me voy a responder el interrogatorio del capitán. De hecho, adelantándome a esa posibilidad, ya le había curioseado a Luis, a propósito de su comida preferida: camarón en cualquier presentación. Coincidimos, si bien esa no es mi comida preferida, sí que me gusta mucho.

—¿Y allá en tu tierra sí comes harto camarón? –pregunta Luis.

—No, ya quisiera. En Bogotá 1 quilogramo de camarón sale hasta 15 veces más caro que acá.

—Acá tampoco es que comamos tanto camarón.

—¿Y eso por qué, si es lo que abunda?

—Eso es pa’ fuera, pa’ vendé, pal’ que paga.

***

Juanca es nuestro guía. Pescador y actor de 45 años, nacido y criado en Nueva Venecia. Hizo un par de escenas en la película colombiana Los viajes del viento. De aquellos días recuerda la buena atención y el lujo cinematográfico. Juanca habla pausadamente y su tono de voz es sumamente bajo, en un contexto en el que cualquier forastero puede imaginar que va a quedar sordo en cualquier momento. La facilidad con la que los locales sobrepasan los niveles normales de audición no solo es sorprendente, sino apabullante. En sus efímeros días de actor, Juanca conoció a Jesús. Desde entonces son buenos amigos. Jesús vive en un palafito completamente blanco que sabe llamar la atención en Nueva Venecia, donde la gran mayoría de los palafitos lucen colores provocadores, tipo amarillo pollito, verde aguamarina, azul celeste y rosa Barbie.

El palafito que habita Jesús está situado en la mitad del pueblo que, a su vez, está ubicado en un lugar muy cercano al ombligo de los 3.812 quilómetros cuadrados que tiene la ciénaga. De esta dimensión, una tercera parte forma espejos de agua adheridos a un veintenar de lagunas interconectadas entre sí por una vasta red de humedales y caños (cursos de agua cuya profundidad cambia en función de las mareas). Jesús Suárez, de 55 años, nos recibe en su sala, una tarde de luz cerúlea y tranquilo oleaje. Hombre menudo de mirada fija y palabra elegante, vive solo y trabaja en Invemar (Instituto de Investigaciones Marinas y Costeras José Benito Vives de Andréis) como una especie de científico y arqueólogo local en temas de cosmogonía anfibia y valoración y aprovechamiento de recursos hídricos. Desde 2008 tiene su propio blog, donde comparte pensamientos, cuentos, crónicas y poemas alrededor de la cultura palafítica: Cienagamachete.

—Acá lo que hay es una comunidad que vive de, por y para el agua. Una comunidad sostenida por palos de mangle, botes y atarrayas. Una comunidad de hombres y mujeres que son la mezcla de lo afro, lo indígena y lo blanco. Una comunidad dulce y salada. Venir a Nueva Venecia, a Buenavista y a Bocas de Cataca, este último al borde de la disipación, es enterarse de que los territorios no solo se refieren a la tierra, sino que también son agua, porque los ríos, las lagunas y los mares son sujetos de derecho, territorios que, en lugar de tener tierra, tienen agua.

—¿Qué peligros tiene la ciénaga?

—Todos los imaginables. Los manglares están muriendo y con esto el desequilibrio cada vez es mayor. La construcción de la carretera lo cambió todo. Para construirla, sacrificaron 20 mil hectáreas de manglar, casi la mitad del existente, y, desde entonces, este número sigue escalando. Antes esta era una bahía abierta. Hoy estamos encerrados y luchamos contra la sedimentación de este hábitat patrocinado por el delta del río Magdalena.

—¿Qué hace puntualmente el manglar?

—Es un filtro natural. Los manglares limpian el agua, básicamente, de la contaminación, de los metales pesados que arrastran los ríos, por la minería, por ejemplo. También protegen la ciénaga de la erosión costera, son un refugio de peces, un espacio de reproducción y prolongación de las especies.

—¿Hay una palabra que defina el manglar?

—Adaptación. Creo que funciona perfectamente. Los manglares, al tener la capacidad de existir entre el agua salada y el agua dulce, al resistir fuertes calores y vientos o temperaturas más moderadas, son maestros de la adaptación, muy parecidos a nosotros, los anfibios, como nos bautizó el sociólogo Orlando Fals Borda, que por generaciones nos hemos adaptado a vivir sobre el agua. Difícilmente podríamos ajustarnos con plenitud a la vida en tierra firme, un fenómeno directamente impensable para el manglar, que en tierra muere.

Al día siguiente de nuestro encuentro con Jesús hicimos una pequeña gran expedición con el objetivo de poder entender mejor aquello del delta del río Magdalena. Salimos de Nueva Venecia sobre las dos de la tarde, con una marea libertina en dirección al Caño Aguas Negras. Luis cantaba empalagosos vallenatos mientras Juanca sorteaba la lotería de troncos con los que nuestra embarcación se topaba. El agua mutaba de una forma progresiva del verde y azul oscuro al marrón, es decir, de una suerte de tonalidades oceánicas a la gama parda que ostentan la gran mayoría de los afluentes.

Lentamente abandonamos la rudeza de las olas para entrar en aguas apacibles y bajas sobre las cuales flotaban guijos de flora nativa. A nuestro alrededor un sinfín de plantas se movían dignas de medallas olímpicas en nado. El paisaje de mangle disminuía y se hacía cada vez más esquelético, hasta que desapareció por completo. Cuando el mangle deja de recibir la dosis necesaria de agua salada, chao. Cuando el mangle deja de recibir la dosis necesaria de agua dulce, chao. Navegábamos entre adioses. El mangle es un árbol que sobrevive gracias a la mesura perfecta entre las dos aguas. El mangle es un árbol que tiene dos vidas. Una como algodón flotador que absorbe lo que le llega y lo higieniza hasta más no poder y otra como efigie de la catástrofe de la contaminación y el calentamiento global.

En ambas orillas del Caño Aguas Negras, osarios de mangle: tristes figuras arbóreas completamente secas con barbas que cuelgan como delicadas telarañas a punto de quebrarse. Hectáreas enteras de esqueletos carcomidos por el bosque seco. En la ciénaga, la aparición de bosque seco es una suerte de sentencia de muerte. Es la sedimentación, la tierra firme en difusos cascajos de expiración amarilla y café con intrascendentes brochazos de verde. Lodo por todos lados. Muchas, muchísimas iguanas, tiesas y fisgonas. Lentamente fueron revelándose campos de palma y arroz y grandes extensiones de tierra ganadera. Los terratenientes son los dueños de todo esto, incluida el agua que usan sin regla para sacar adelante sus negocios, afirma Juanca.

El Caño Aguas Negras es apenas un ligero apéndice de la ciénaga que se va secando, retraídamente, hasta volverse campo del Magdalena, el río más importante de Colombia. Después de cuatro horas de navegación y de haber visto el enorme caudal del río, las palabras de Jesús retumban en la cabeza de la tripulación. La ciénaga es un corredor ecológico que comunica el río Magdalena con la Sierra Nevada de Santa Marta, un afluente que trae consigo absolutamente todos los desperdicios de medio país. Ya en la desembocadura del Caño Aguas Negras se puede divisar, a lo lejos, el mar, que oficia como el gran testigo al cual, también, va a parar todo el desastre.

El viaje de vuelta estuvo presidido por el silencio. De vez en cuando, Luis silbaba alguna tersa melodía que tenía el poder de recordarnos que, en medio de la desolación, la ciénaga estaba viva y, al adentrarnos en ella, nos recibía como propios. Pájaros volaban sin rumbo, con el sol bien bajo, expandiendo sus alas. El final de la tarde rociaba los montes, antes inundados, con pesadez y humedad. Descubrimos la obstinación de algunos pescadores que no agarraron nada durante el día y continuaban aferrados a sus mallas. Estaban ahí, levitando sobre el agua, estáticos, cubiertos como momias para resguardarse de los ejércitos de mosquitos. Solo se les veía el cansancio y, arriba, el cielo crepitaba de tensiones. «Esta noche llueve», dice Juanca. La ciénaga invita a dos cosas: a contemplarla y a trabajarla. Nueva Venecia se anida en sus pequeñas luces nocturnas.

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***

—Somos un pueblo de pescadores –dice Chichi, 37 años, piel azabache y brazos macizos.

—¿Cómo alguien decidió vivir en la mitad de una ciénaga? 

—Buscando trabajo y comida los antiguos llegaron hasta acá y echaron raíces. 

—¿Te imaginas viviendo en tierra firme?

—No, mi tierra es esta. En medio de tantas cosas uno vive tranquilo. 

—¿Cómo es una jornada tuya?

—Desde las cuatro o cinco de la mañana hasta las dos o tres de la tarde. A veces sale bien, a veces no tan bien. La realidad es que el pescado escasea. Pero bueno, el sólo hecho de estar vivos ya es pa’ agradecerle a Dios. 

Si no hay explicaciones formales, sí que hay leyendas para suplantarlas. Los pescadores, como los agricultores, buscan las mejores zonas para trabajar. Así, se dice que hace más de dos siglos algunos pescadores descubrieron la frondosa ciénaga y, por supuesto, sus selectos frutos. 

Como la ciénaga estaba tan lejos como para ir a faenar y volver a los pueblos costeros, esos algunos empezaron a pensar en la posibilidad de pasar noches en las islitas de mangle. Pero los mangles escondían animales peligrosos como caimanes y serpientes. Tachado. 

Después, esos mismos algunos, al lado de los mangles, construyeron sobre troncos pequeños espacios al nivel del agua para descansar y amarrar sus botes. Pero los mangles son pletóricos en mosquitos. Tachado. 

Entonces, un alguien se fue hasta el centro de la ciénaga porque las aguas allí eran calmosas y bajas, no había animales peligrosos y los mosquitos no llegaban. Visto bueno. 

Este alguien enterró allí cuatro palos de mangle y, sobre los palos más palos que, bien amarrados, le permitieron conseguir un suelo y un techo. Sobre la audaz arquitectura su cuerpo descansó. 

Las faenas duraban días, semanas, hasta que la mujer de ese alguien fue picada por el bicho de la duda y cuando su esposo volvió a tierra firme le exigió ir con él para ver por qué se demoraba tanto. El alguien accedió y la señora empezó a quedarse con él el tiempo de trabajo para cocinarle y ayudarle y después se trajo a los hijos y la arquitectura se fue agrandando y optimizando. 

Así fue que familias enteras de pescadores empezaron a pasar más tiempo sobre el agua que en tierra firme: se quedaron a vivir. Tenían comida, resguardo, trabajo, serenidad y, lo más importante: botes para desplazarse. 

Adaptación, dijo Jesús Suárez.

***

Efectivamente, la noche que volvimos de la expedición al río Magdalena, llueve a cántaros. La niebla se apropia de cada palafito. Es una bruma, típica de páramo, pero en el medio de la ciénaga. En mi habitación de 5 metros cuadrados me dejo soplar por los ecos de la tormenta. Se va la luz. La actividad eléctrica se siente como el rugir de un volcán. No sé si lo sueño o es verdad. Sueño que me salen alas y que me voy volando hasta las nieves perpetuas de la Sierra Nevada. Al despertar lamento que nadie vaya a saber lo que significó mi viaje.

Salimos antes del amanecer. Una brisa indeciblemente dócil. Sobre la calle acuática de nuestro palafito una túnica vegetal. Los pájaros aún duermen. Cuando pasamos por debajo del puentecito de la escuela el motor suena hueco. Juanca, Luis, Pau y yo cuidamos cada movimiento como si fuéramos animales que tantean alternativas para no despertar la bestia. Las huellas del silencio son muy profundas. Juanca dice que la tormenta trajo las aguas del río. El agua es parda y empuja troncos. Los perros, afónicos, siguen la estela de nuestro bote. Una mujer vieja, envuelta por el humo de un fogón nos suministra arepas para el camino. Un hombre bebe café y nos franquea con su mirada yerma. Pienso en si ya habrá pronunciado la primera palabra del día. La noche sigue larga y nos sumergimos en sus sobras de oscuridad. Corren vahos entre nosotros hasta que una rendija se abre en el cielo. Es un rojo profundo el que nace. Es el inicio del que será un sol sangriento, como de batalla. 

Armando Retamos y Ávila tiene sesenta y siete años, pero parece de noventa. Va con su hijo, Darío José Retamos, de veintiséis. Ambos llevan desgastadas gorras de los New York Yankees. Son las 6:30 de la mañana y en su bote de madera, llamado Tenampa, además de dos hachas y algunos cuchillos, llevan un recipiente con el arroz y las arepas de yuca suficientes para hacer cara a la jornada laboral. Los brazos de Armando son firmes. Sus jadeos débiles, vidriados. La vieja embarcación llega al manglar El olivo. Estaciona en un microscópico trecho de esa línea verde que conforma el horizonte de la ciénaga. Armando le aprendió a su padre el oficio de cortar madera. Cuando está frente al mangle lo troza con la fuerza de un bisonte. Cuando descansa, reposa como una montaña. Darío escucha la historia de su padre mientras corta y el sudor le funciona como repelente natural para lidiar con los mosquitos. 

La madera es el sustento de la familia. El envejecimiento una amenaza. Ellos cortan y reman tres, cuatro, cinco viajes diarios entre el palafito y el mangle para descargar la materia prima. La esposa de Armando, madre de Darío, es la encargada de venderla en el pueblo para dar vida a las cocinas locales. El Tenampa cada vez tiene que ir más lejos para conseguir buena madera. No se corta el mangle vivo, se corta el mangle que va cayendo, entre otras cosas porque así es más combustible. Padre e hijo saben que la intranquilidad de la naturaleza es el ser humano y por eso no atentan contra ella. Del mangle El olivo van a El rincón de Solano. 

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Los ojos de Armando están recubiertos por un fino velo blanco. En 1999 paramilitares de las Autodefensas Unidas de Colombia lo acusaron de ser colaborador de la guerrilla del Ejército de Liberación Nacional. Pasó un año de zozobra y resistencia, hasta la madrugada del 22 de noviembre del 2000, cuando los mismos hombres que lo habían imputado por algo sin sentido, ingresaron a Nueva Venecia y asesinaron a 37 personas. Armando se desplazó con toda su familia a la comunidad ribereña de Palmira. No duró ni seis meses. La tierra firme lo expulsó. Decidió regresar y se quedó entregado a la suerte.

—Un hombre es varias cosas: su memoria, su tierra y su trabajo –dice Armando, con los pies sumergidos entre el lodo del mangle y su hacha entre las manos.

—Darío ¿cuál es tu sueño?

—Mi sueño es la vida.

Dani Cervantes tiene 42 años y, desde que tiene uso de razón, trabaja la madera. Su padre le transmitió el oficio de astillero y es quien repara y construye los botes de Nueva Venecia y Buenavista. En el patio de su casa, montículo de tierra forjado a punta de desechos comprimidos, tiene su taller. Allí, media docena de largos botes en reparación, una caja llena de herramientas y cuatro perritas macilentas.

—La madera se corta cuando hay luna llena. Si no se hace así no sirve: se pudre, se quiebra. Ahora el material que más se usa por economía y duración es la fibra. Son pocas las personas que quieren hacer botes de madera. Yo uso mangle porque es fuerte.

—¿A quién le transmites tu oficio?

—Tengo un hijo chiquito, pero no creo que se vaya a interesar por esto. La verdad no hay mucho futuro.

—¿A qué te gustaría que se dedicara tu hijo?

—A lo que él quiera, pero acá sólo está la posibilidad de la pesca. Aunque me gustaría que fuera futbolista, mi sueño frustrado.

Cinco de la mañana. Luis, Juanca y Chichi pasan a buscarnos a La bendición de Dios para ir a pescar. El lugar estaba puntualizado en el mapa que lleva Juanca en su cerebro: ciénaga Alfandoque. Pau y yo no entendemos nada. Son laberintos de caños y humedales y lagunas los que transitamos. Luis es una brújula andante. Nos movemos entre enérgicos y exuberantes manglares, con el silencio del alba apenas entrecortado por el canto diverso de las aves lindantes. El sol no se decide a salir y las aguas templadas de la ciénaga alargan el poema sensitivo de estar navegando entre nubes.

Mangles rojos, blancos y amarillos. Los va señalando Juanca. Este es el más fuerte de los tres, este es el campeón de la filtración, este es el más delicado, este el más inflamable. Los manglares son arboledas que crecen en todas direcciones y se reconocen porque sus raíces están a la vista, disipadas entre el agua y el cielo. Son como las barbas de un viejo gigante y bondadoso que exhibe su experiencia a partir de naturaleza flotante y vaporosa.

Juanca tira una atarraya. Solo alevinos. Uno a uno dice sus nombres. Una treintena de frutos que no pasan de la primera infancia. Todos vuelven al agua. Estamos en el corazón de la ciénaga Alfandoque. El motor se apaga. El nivel del agua no supera los 30 centímetros. En algún momento Pau le había preguntado a Juanca por el cambio climático. ¿Si esto no es el cambio climático entonces qué es? Pregunta, mirando a Pau. Luis apoya sus remos entre el agua que rápidamente se convierte en barro. Chichi forcejea con el fango. Tenemos que salir de la Alfandoque a menos de que el objetivo sea pescar congojas. A lo lejos se ven los botes de los pescadores estáticos. No los de más paciencia, sino los que persiguen la cantidad.

Cuando era niño la profundidad de esta ciénaga era de cinco o seis metros, comenta Juanca. Nadar acá era muy rico, le responde Chichi. La ciénaga agoniza. Nos recluimos en uno de los arroyos que custodia el manglar. La luz primera del día aumenta la temperatura de forma calamitosa y, con esta, surgen de la espesura arduos trazados de basura: recipientes y espumas de plástico, envolturas de alimentos, pedazos de chancletas, botellas de vidrio, bombillos, toallas higiénicas y hasta un televisor marca Sanyo de 20 pulgadas. El agua clara de la ciénaga disiente con sus múltiples orillas echadas a perder. Juanca y Chichi callan. Luis nos aleja del hundimiento anímico y nos lleva a la ciénaga del Tigre.

Otro tipo de pesca consiste en encerrar una parte de la ciénaga con holgadas redes y, después de zapatear el bote y golpear con fuerza el agua, ver qué se amontona. Después de una hora de implementación del artesanal plan y ya con el sol haciendo la suya sobre nuestras espaldas, empezamos a recoger las redes. Tres bagres de libra y cinco cangrejos. Luis pidió los pescados para su almuerzo y los cangrejos fueron devueltos a la profundidad del agua no sin antes ser advertidos de que no podíamos irnos sin probar el arroz de jaiba, una delicia local que tiene como principal materia prima las blandas y blancas entrañas de esos cangrejos que dejamos escapar.

Sol, esa es la sorpresa que guarda la ciénaga para todos los días. Los bosques de mangle son un refugio perfecto, pero los mosquitos no dejan que uno medio se asome. La naturaleza sabe salvaguardar su virginidad. Pau imparte una clase de geografía a Juanca. Le enseña a manejar Google Maps. Juanca alucina al ver en la pantalla de su dispositivo cómo el punto azul que somos se zarandea entre la ciénaga Pajaral. Luis y Chichi se fascinan con la idea de que en la lejana tierra de Pau ya es la tarde. Los tres albergan un único pensamiento omnipresente: hacer lo posible por quedarse acá.

Vamos a ver a Ángela Donado. Es la madre de Luis. Tiene 42 años y cuatro hijos. Pero también tiene otros diez a lo largo y ancho del pueblo. Es la madre comunitaria de Nueva Venecia. Todos los días, desde hace 26 años, recibe un grupo de niños en su palafito. Allí los alimenta con lo que le entrega semanalmente el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y también les enseña cosas esenciales para la vida como los colores, los números, las vocales, los animales, los tipos de pesca. Los padres dejan a sus hijos allí a las 8 de la mañana y vuelven por ellos a las 4 de la tarde. La seño, le dicen en la comunidad, y se conmueve al contar que, de vez en cuando, pasan a visitarla adultos que en algún momento fueron sus hijitos adoptivos.

Ángela teme que los niños se le caigan al agua, no tanto porque se ahoguen, finalmente ya forma parte del gen local el reflejo del nado, sino porque ha venido descubriendo una lenta, pero alarmante degradación del agua de la ciénaga que, al contacto con la suave piel de sus niños, genera sarpullidos, brotes y hasta llagas. Como si de una paradoja se tratara, otra de sus preocupaciones también tiene que ver con el agua: rodeada de agua, lo que menos tiene es agua. Diariamente le llega al muellecito de su casa un tesoro que consiste en un tanque con 50 litros potables que debe tazar inteligentemente para garantizar la dieta de sus niños.

El funesto 22 de noviembre del 2000, Ángela vio cómo asesinaron a su marido en la sala de su casa. Antes del amanecer, un grupo de paramilitares tumbó la puerta del palafito y se dirigió hasta la habitación matrimonial en busca de Ever Julio Rodríguez. Él se negó a irse con ellos y les dejó claro que si lo iban a matar debían hacerlo ahí. Recibió un balazo en la frente, ante la tribulación de su esposa e hijas que no podían echarse a correr. Con el cuerpo de su esposo desparramado e intentando que sus hijas salieran lo más pronto posible de ese abismo, clausuró la puerta de su casa, se lanzó al agua hasta dar con el bote de su hermana, regresó por sus hijas y se fue.

Se desplazó a Sitionuevo, la municipalidad de la cual Nueva Venecia es un corregimiento. Como Ángela, el 90 por ciento del pueblo abandonó sus palafitos, para regresar paulatinamente en el transcurso de los siguientes diez años. Ángela fue una de las primeras retornadas. No se acomodó en tierra firme. Volvió, limpió su casa, se paró firme con sus hijas y con los niños que le llegaban y emergió de esa fosa que le cavaron en su corazón.

No salimos nunca después de las seis de la mañana. Intentamos esquivar el mediodía. Nadie quiere convertirse en un chicharrón ambulante. Vamos a Bocas de Cataca, hora y media de navegación. Este pueblo fue el palafito más próspero y grande de la ciénaga. Eso a finales del siglo pasado, hasta que la guerra hirió. Antonio Guerrero, de 81 años y su esposa, Evangelina Moreno de 62, recuerdan el 11 de febrero de 2000. Once personas asesinadas. Lo cuentan todo, con sus voces quebradizas, en la sala de su casa que está tutelada por los retratos de dos familiares de Evangelina y un amigo cercano que pagaron con su vida el haber nacido ahí.

Se refieren al momento de la masacre como «la mala hora». Evangelina recuerda que el pueblo se desocupó. Sólo quedaron ella y Antonio. Los perros aullaron por semanas y meses reclamando a sus dueños, hasta que fueron muriendo, no de hambre, sino de pena moral. Eso fue muy feo, sella Evangelina.

El televisor de 14’ pulgadas de la vieja casa que en algún momento supo mantenerse estable sobre el agua, transmite el Giro de Italia. La carrera va llegando a la ciudad de Torino. Antonio pregunta si conocemos por allá. Negamos. Por acá ya podría pasar una carrera de esas, bromea, con el hecho de que estamos sobre tierra firme. Algunas casas alrededor tienen ganado. El que fluye pegado a las puertas de las viviendas es un bracito del río Aracataca, que baja de la sierra, frío y pródigo, pero que a esta altura ya es una historia que Antonio prefiere no recordar. Luis se baña en el río. Antonio lo mira. La soledad llena su pecho. La tristeza sus ojos.

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En Bocas de Cataca viven aproximadamente 20 familias cuyos integrantes más jóvenes han ido perdiendo la idiosincrasia anfibia: piensan en comprar motos y van al agua solo cuando es rotundamente necesario. Cuando, por ejemplo, hay hambre y en tierra no se consigue nada porque no hay dinero. Dora Garizábalo tiene ocho hijos y todos se han ido. Vive con su hermano Rafael y su esposo, Candelario. A sus 65 años, Dora ha desarrollado un carácter luchador. Tiene muy claro que los trances que vive su pueblo se deben a muchos factores y que tanto la pobreza adyacente como la crisis ambiental tienen nombre propio.

—En cinco años, si no antes, Bocas de Cataca será monte. Acá detrás tenemos a los terratenientes apropiándose de la tierra después de cada inundación. De metro en metro han ido acaparando el terreno que supuestamente está protegido por ser reserva. Hacen lo que les da la gana y nadie les dice nada. El agua de los ríos la desvían para sus fincas y acá lo que nos llega es basura o agua contaminada por los químicos esos que usan para sembrar. Ya ni pescado baja y la parte de la ciénaga que nos toca se está sedimentando. La ganadería es un problema gigantesco, ¿pero uno cómo le dice al vecino que no tenga sus vaquitas si eso ya es una cuestión de supervivencia? Es la ganadería de ellos la que nos amenaza. Salir a pescar acá es exponerse al hambre. Nosotros queremos volver a ser un palafito, pero sin agua eso no será posible ni en los sueños. Hace 30 años éramos casi 300 familias y ahora, mire, casi un pueblo fantasma. La única forma de hacernos respetar es a la brava, pero aquí nadie quiere exponerse y mucho menos cuando tenemos el antecedente ese de la masacre, el miedo es una cosa jodida. Acá necesitamos al gobierno, porque si no nos morimos ahogados, nos morimos de sed o directamente intoxicados y si abrimos la boca, nos morimos asesinados. El pueblo está sedimentado en un 70 por ciento. Lo que antes era agua y vida hoy es barro, tierra infecunda. Es verdad, vamos a desaparecer: ¿uno por qué va a negar la luz del día? –dice Dora, sentada en el pórtico de tierra negra que funciona de entrada a su humilde casa que, al igual que la de Antonio y Evangelina, hace no mucho tiempo fue palafito.

Bocas de Cataca se muerde los nervios ante la inminencia de su extinción. Los pómulos de sus últimos manglares están negros y ya nunca más podrán desplegarse con la espontaneidad de una sonrisa. Dora es una madre que protege a su hijo, no porque su hijo lo requiera, sino para olvidarse ella misma de que ambos un día no estarán. Su hijo es su pueblo: Bocas de Cataca existe porque resiste, grita, mientras nos vamos alejando.

Las raíces de los manglares, largos zancos entrelazados entre sí, no solo son sitios de refugio, reproducción y alimentación para muchas plantas y animales (peces, moluscos, crustáceos, reptiles, aves y mamíferos), sino que también brindan importantes beneficios ecológicos para las comunidades humanas que conviven con él, ya que son un aliado importante en la lucha contra el cambio climático: poseen la capacidad de secuestrar los gases de CO2 de la atmósfera hasta cinco veces más que los bosques regulares. Este CO2 lo almacenan en forma de carbono en sus hojas, troncos, raíces y suelo.

En Buenavista, pueblo palafito de aproximadamente 800 habitantes, ubicado a 30 minutos de regata de Nueva Venecia, hay un vivero de manglar. Javier de la Cruz, de 57 años, Dinson Cordonó, de 45, y Luis Obeso, de 52, son los anfitriones. Trabajan para Parques Nacionales Naturales y están gestionando este jardín de manglar desde el 2000. Aseguran que, entre 2021 y 2022, han sembrado 40 mil plántulas de mangle en las zonas más críticas de la ciénaga.

—Cuando se destruye un manglar, se liberan enormes cantidades de CO2 a la atmósfera y, así, se aceleran procesos como el calentamiento global. Los manglares no solo representan una barrera natural y dinámica que hace frente a fuertes tormentas, huracanes y oleajes, sino que también combaten positivamente la erosión y la inundación en áreas costeras, y, ante el aumento del nivel del mar, brindan protección por su capacidad de acumular sedimentos e incrementar los niveles del suelo marino. Los manglares son la armonía de la ciénaga, los reguladores y los coladores naturales de las aguas dulces y las aguas saladas, sin ellos estamos expuestos a todo –dice Javier, con sus manos hundidas entre una de las tinas de mangles.

—¿Qué es todo, Javier?

—Todo es la desaparición.

***

A través de los bosques de manglar, Juanca puede ver más allá. Los árboles se mecen unos contra otros, las garzas vuelan contra la luz, sin avanzar ni un poquito. Luis direcciona el bote con la sabiduría del instinto y atrás van quedando Nueva Venecia y Buenavista, meciéndose sobre sus grandes espigas de mangle. Una turba de cuadros fantásticos me abre los ojos: una zanja llena de agua repleta de largos pastos recostados es atravesada por un chigüiro. La silueta de la Sierra Nevada de Santa Marta brota del mar y me empotra en sus picos más altos. Un grupo de flamencos rosados forman una V y vuelan por encima de nosotros para una foto que Pau no saca. El agua es tan cristalina que me asombra que no sea de hielo. De cualquier forma, seguro en su fondo habrá algún zapato. La Bichota, así se llama el bote que suplantó nuestras piernas por estos días, nos deja en tierra firme.

Abrazo de la tripulación y selfi de despedida.

En breve descubro que caminar me resulta doloroso.

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Crónica de una juventud perdida

Crónica de una juventud perdida

Junio 21 de 2024

Por Jorge Luis Galeano

Las violencias contra la población afrodescendiente afectan de manera especial a la población joven que escapa de sus territorios en zonas rurales para encontrar ciudades tan o más violentas que los lugares de donde salieron de manera forzada.

De eso y más habla el informe Crónicas de una juventud perdida, elaborado por el Proceso de Comunidades Negras -PCN- y en este episodio conversamos sobre dicho documento

Para obtener el informe completo puede visitar www.vigiaafro.org y descargarlo directamente.

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Bioculturalidad en Colombia

Opinión

Bioculturalidad en Colombia

Por Édgar Rodríguez Cruz
Director de Quira Medios

Este texto fue publicado en Quira-Medios.com y hace parte de una alianza entre medios Alternativos que inauguramos con esta publicación

Junio 16  2024

La bioculturalidad se refiere a la interrelación entre la biodiversidad y las culturas humanas que coexisten y se influencian mutuamente. En Colombia, un país megadiverso tanto en términos biológicos como culturales, la bioculturalidad adquiere una relevancia especial. Esta confluencia no solo define la identidad del país, sino que también representa una vía crítica para la conservación de su patrimonio natural y cultural.

Colombia es uno de los países con mayor biodiversidad del mundo, albergando aproximadamente el 10% de la biodiversidad global en su territorio. Este hecho, sumado a la presencia de más de 80 grupos étnicos y más de 60 lenguas indígenas, sitúa a Colombia como un referente mundial en términos de bioculturalidad. Según el Instituto Humboldt, “la riqueza biocultural de Colombia es única debido a la combinación de sus diversas culturas y la gran variedad de ecosistemas que se encuentran en su territorio”.

Las culturas ancestrales y afrocolombianas han desarrollado una vasta gama de conocimientos y prácticas que están íntimamente ligadas a la biodiversidad local. Estas prácticas no solo aseguran la subsistencia de estas comunidades, sino que también contribuyen a la conservación de los ecosistemas. Por ejemplo, los pueblos indígenas de la Amazonía colombiana practican la agricultura itinerante y la gestión sostenible de recursos naturales, lo cual protege la biodiversidad del área.

El reconocimiento de la bioculturalidad es esencial para el diseño de estrategias de conservación que sean efectivas y equitativas. Según los investigadores Narciso Barrera-Bassols y Víctor Toledo “las estrategias de conservación que integran el conocimiento y las prácticas locales son más sostenibles y tienen mayores posibilidades de éxito a largo plazo”. En este sentido, los planes de conservación en Colombia han comenzado a incorporar el saber ancestral y las prácticas tradicionales como parte integral de sus enfoques.

Un ejemplo notable de esta integración es el Parque Nacional Natural Serranía de Chiribiquete, el cual es reconocido tanto por su biodiversidad como por su importancia cultural. En 2018, fue declarado Patrimonio Mixto de la Humanidad por la UNESCO debido a su valor ecológico y cultural. Este reconocimiento subraya la necesidad de preservar no solo los ecosistemas, sino también las culturas que los han mantenido durante siglos.

A pesar de los avances en el reconocimiento de la bioculturalidad, Colombia enfrenta numerosos desafíos. La deforestación, el cambio climático y la expansión de actividades extractivas amenazan tanto la biodiversidad como las culturas locales. Las comunidades indígenas y afrodescendientes a menudo se encuentran en la primera línea de estos impactos, lo que pone en riesgo su modo de vida y sus conocimientos tradicionales.

No obstante, estos desafíos también presentan oportunidades para fortalecer la bioculturalidad. El auge del ecoturismo y del turismo cultural, por ejemplo, ofrece una vía para que las comunidades locales compartan sus conocimientos y prácticas mientras generan ingresos. Además, iniciativas como la creación de territorios indígenas autónomos han demostrado ser efectivas en la protección de la biodiversidad y la promoción de la autodeterminación cultural.

Así, la bioculturalidad en Colombia representa una riqueza invaluable que debe ser preservada y promovida. La interconexión entre la diversidad biológica y cultural no solo define la identidad del país, sino que también ofrece soluciones sostenibles para los desafíos ambientales y sociales contemporáneos. Integrar el conocimiento y las prácticas tradicionales en las estrategias de conservación es crucial para asegurar un futuro en el que tanto la naturaleza como las culturas locales puedan prosperar.

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¿Cómo regresar al mar? Comunidad Wounaan desplazada en Cali

Reportajes

¿Cómo regresar al mar? Comunidad Wounaan desplazada en Cali


Junio 10 – 2024

Por Laura Cruz

No es que estén muertos, es que nadie los ve. Están en las aceras o en las afueras de las iglesias como monumentos a los ancestros que hace cinco siglos poblaron el Río San Juan en el Chocó o Valle del río Cauca. Son de carne, hueso y tierra, recorren la ciudad como las piedras que movemos a paso indiferente, ciego.  Muchas veces con un niño a las espaldas, se posan en la quietud del que no puede decir porque desconoce una lengua. No los vemos porque dan miedo, porque son la carne, el hueso y la tierra de la guerra que no acabó.

Jose Mambuche es Wounaan, habla despacio. Busca las palabras en español, una lengua desconocida y ajena para él. Hace más de 500 años los colonos españoles hicieron tabla rasa de los pueblo indígenas, entre otras cosas, les quitaron su lengua y como la historia parece repetirse en sus horrores, hace cinco años los paramilitares hicieron lo mismo, desplazaron al pueblo de José a la urbe y sus palabras se quedaron atrás. Tambo: la lengua y el territorio son lo mismo, como si el Español, al igual que el cemento, mandara en la urbe. 

Mambuche tiene como lengua nativa la Woun Meu, quizás por eso o porque los recuerdos son más miedo que otra cosa, habla despacio casi sin mirar la cámara y comienza a contarme una historia a pedazos, con la dificultad de poner el dolor en orden. 

“Nosotros somos de la comunidad de Balsalito, del Chocó. Uno se sienta a pensar y allá teníamos todo. Cultivamos papachina, plátano, banano. Los peces estaban en el mar, los niños vivían contentos. No teníamos problemas, aquí en la ciudad se sufre de hambre.” 

El resguardo indígena Unión Balsalito, o lo que queda, está ubicado frente a la cabecera municipal de Docordó en límites entre los departamentos de Valle y Chocó.  Todas las casas son de dos metros de altura para evitar que el Río San Juan las inunde. 

Unión Balsalito fue fundada hace 50  años por cinco familias indígenas  Wounaan, nombre que tomaron de su Dios  Wuandan. Esa etnia vive del corte de madera, la agricultura y la pesca; se dedican a la siembra de banano, plátano, yuca, maíz, tomate y pepino para el consumo diario, así como la pesca de Gualajo, Ñato y Eliza.

Según un informe del 2023 de la Secretaría de Bienestar Social del Distrito, Cali es la ciudad que más recibió  desplazados por el conflicto armado, ya que atendieron a 6 mil 405 personas que fueron obligadas a abandonar sus territorios. La mayoría de estas familias proviene de Cauca, Nariño, Buenaventura y Chocó, zonas donde se ha agudizado el conflicto y es continuo el abandono estatal.

“Nosotros estábamos trabajando cuando ellos llegaron a nuestro territorio, estabamos sembrando y llegaron  para forzarnos a nosotros a salir rápidamente”. José Mambuche que  salió de su territorio cuando tenía 18 años. Tan solo llevó la ropa que tenía puesta. Su primera parada fue en Buenaventura pero allí también llegaron ellos, como se refiere a los paramilitares. 

“Lo más difícil fue haber dejado nuestra tierra porque perdimos todo. Perdimos nuestro cultivo, perdimos nuestros animales, ellos los cojieron. Extraño mucho bañar en el río”. Lo que más le preocupa a José es la salud de los niños y cómo seguir viviendo de acuerdo a sus creencias ancestrales, ya que los niños al estar en contacto con otras etnias, comienzan a hablar español y cambian, los adultos tratan de conservar sus costumbres y explicarles su cultura.

Luchando por la reubicación definitiva

Emigrantes en su tierra

La primera vez que ví a Jaime Negría Cuero me dijo: “grabemos adentro”. Estábamos en Talanga, un barrio de Cali al lado del Jarillón del Río, construido de guadua y de tablas,  al igual que la casa donde se estaban quedando diez familias Wounaan, conformadas por 60 personas, la mayoría niños.  

Esa noche Jaime había permanecido de pie hasta el amanecer porque la casa donde se estaban quedando, era un préstamos de una vecina y ya no había espacio en donde acostarse. Ellos siguen migrando en la ciudad, como si fueran extranjeros en el territorio. 

Esta migración inició en el año 2018, cuando estaban en el Río San Juan del Chocó y los paramilitares armados los amenazaron y tuvieron que desplazarse hasta Buenaventura para proteger a sus familias; sin embargo, en el 2022 llegó el mismo grupo al Puerto e hirió a un joven indígena que sobrevivió. Por esa razón decidieron desplazarse a Cali, donde la Alcaldía les gestionó un albergue temporal en Samaritanos de la Calle aunque sólo por un mes y medio; después lograron encontrar un lote en Jamundí, pero allí también había grupos armados “Y nos fuimos allá y cuando llegamos eso fue, mejor dicho nos llevaron fue dónde está el lobo con las bocas abiertas”. Para poder comprar una librita de sal y una libra de azúcar, nos gastábamos varios días”,  relata Jaime. 

En una reunión del Cabildo decidieron devolverse a Cali y estuvieron en Siloé unos meses, pero de allí los terminaron sacando y se trasladaron al Jarillón, el último sitio del que los echaron. Hoy se encuentran en un albergue de la arquidiócesis de Cali a la espera de que  organizaciones como la Unidad de Víctimas, la Personería, La SAE,  la Unidad de Restitución de Víctimas y la Alcaldía de Cali, puedan trabajar en conjunto para que por fin tengan la solución concreta de un lugar donde asentarse.

Por la Defensa de los Derechos Humanos 

Taller Abierto es una organización que está presente, especialmente en el Sur Occidente colombiano, en procesos de acompañamiento a comunidades indígenas, afros, campesinas, urbanas y realiza procesos de formación a mujeres y a jóvenes.  Desde hace dos años esta organización acompaña a la comunidad Wounaan en asistencia humanitaria,  alimentación y necesidades básicas; también apoyan en la gestión de trámites relacionados con Unidad de Víctimas y en temas de formación. 

Gustavo Adolfo Calle Quintero, quien trabaja en Taller Abierto, señaló que si bien se logró un acuerdo con la Subsecretaría de Etnias de Cali, la Personería Municipal, el Ministerio del Interior para que la comunidad tuviera un resguardo, es necesario que se trabaje en la reubicación permanente de estas familias indígenas. 

Las comunidades indígenas, en especial la comunidades Wounaan, han sido víctimas de múltiples violencias, desde no incluirles de los planes de desarrollo que implementa la ciudad de Cali, aún  sabiendo que una comunidad que está en unas condiciones muy difíciles y de hecho “está en vía de extinción”, afirma Gustavo.

“Ha faltado apoyo también en temas alimentarios, sobre todo con los niños y las niñas, el acceso a la salud es muy precario, hay niños y niñas en situación de desnutrición” Así mismo, Calle señala que no tienen acceso a la educación y que en caso de tenerlo no hay un criterio  de enfoque diferencial. Sumado a esto no se les incluye en actividades culturales y eso los pone en una situación de exclusión muy fuerte. 

Gustavo hace un llamado: primero para que el albergue que lograron en los últimos días se garantice y que a la par, los entes correspondientes sigan trabajando para lograr una reubicación definitiva; segundo, para que se reconozca a la población indigena como víctima del desplazamiento forzado y sea incorporada al restablecimiento de derechos como víctimas del Conflicto Armado, pero también como sujetos de especial protección y,  tercero, para que este restablecimiento de derechos tenga el enfoque diferencial y que no les traten como comunidades urbanas, para que en el caso de una reubicación tengan unas condiciones similares de donde vienen y si no, por lo menos, tengan la oportunidad desarrollarse en condiciones dignas en los lugares que se les asignen.

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Desaparición forzada: la búsqueda interminable

Reportajes

Desaparición forzada: la búsqueda interminable


Junio 3 – 2024

Por Jorge Luis Galeano

Su camiseta dice “Buscar es luchar contra el olvido” y con la misma contundencia de esa frase, le exigió a la Unidad de Búsqueda de Personas dadas por Desaparecidas y a todas las instituciones presentes, agilizar el proceso de búsqueda de su hermano, cuyo cuerpo está en el estero San Antonio de Buenaventura. 

Juranny Asprilla ha intentado rescatar los restos de Alex Mauricio Asprilla desde el 2007, cuando fue desaparecido y luego asesinado por negarse a ser parte de los grupos armados ilegales que operan en el Puerto. Ella dice que, primero la búsqueda y luego el rescate del cuerpo, han sido procesos solitarios y llenos de revictimización “No fue sino hasta que yo decidí ir personalmente al estero a buscar a mi hermano que se dieron cuenta que sí se podía porque me habían dicho que era imposible”. 

En octubre de 2020,  varias organizaciones defensoras de derechos humanos le solicitaron a la Jurisdicción Especial para la Paz-JEP- adoptar medidas cautelares sobre el estero para  garantizar que no se intervenga de ninguna manera. Dichas medidas se tomaron en el 2021 y se mantienen hasta el momento. Por eso, la exigencia de Yuranny es que no se dilate más la búsqueda para cerrar ese ciclo de incertidumbre y dolor. 

Las palabras de Juranny se escucharon en el VII Encuentro de Familiares de personas desaparecidas en el Valle del Cauca con el que se cerró la Semana del Detenido-Desaparecido en Colombia. Al evento asistieron varias de las dependencias encargadas de la investigación, búsqueda y asesoría en temas de la Desaparición Forzada en marco del conflicto armado y se oyeron las exigencias de las familias que desean encontrar a sus seres queridos. Segundo Emilio Angulo Quiñonez, por ejemplo, pidió apoyo para encontrar a su hijo Leider Eugenio Angulo, desaparecido en 2016 cuando viajaba de Cali al departamento de Nariño 

Además de no saber de su hijo desde hace ocho años, a Segundo le preocupa que la investigación no avance “Hay rumores de que lo mataron. A mí me sacaron muestras de sangre, pero no han encontrado ningún cuerpo para saber si está vivo o muerto” dice  mientras muestra los documentos que llevó al evento en un intento por recibir respuestas contundentes.  Este hombre de 67 años no pudo seguir buscando a su hijo en donde desapareció, Barbacoas en Nariño, por el temor que le genera la fuerte presencia de actores armados 

“Yo sólo quiero recuperar los restos de mi muchacho y que el Estado me responda. Que me dé un trabajo o una pensión para yo poder sobrevivir porque no tengo nada” terminar Segundo. 

La maraña institucional

Al evento asistieron la Unidad de Búsqueda de Personas Dadas por Desaparecidas -UBPD-, el Comité Internacional de la Cruz Roja, la ONU, la Unidad de Víctimas, la Secretaría de Paz y Convivencia de la Gobernación del Valle, la Jurisdicción Especial para la Paz -JEP-, Medicina Legal, la Personería de Cali y la Defensoría del Pueblo y es justamente en esta maraña institucional en la que las personas víctimas tienen que moverse para denunciar, recibir orientación y realizar la búsqueda de un ser querido desaparecido. 

Y lo que en principio puede ser una fortaleza, también se convierte en una debilidad. Elizabeth Belalcázar Mejía de la Corporación para el Desarrollo Regional -CDR- dice que una de las grandes peticiones de las personas es que haya un mayor y mejor trabajo interinstitucional  porque ante el hecho, se sienten desamparadas y hasta revictimizadas “Lo primero que le dicen a una persona que va a denunciar una desaparición es que tiene que esperar 72 horas y eso no es verdad”. Añade Elizabeth que no hay una orientación adecuada que le permita seguir el proceso establecido por la ley “No les dicen, por ejemplo, que deben ir a Medicina Legal a tomarse una prueba de ADN y eso se añade a la angustia por su ser querido: la falta de coherencia institucional”. 

Por lo anterior, es clave la labor de las organizaciones de la sociedad civil como CDR o MOVICE o la Fundación Guagua, entre otras, pues apoyan a los familiares de víctimas de desaparición forzada de distintas maneras. Algunas están en capacidad de dar apoyo legal, otras dan orientación psicosocial y otras, como CDR impulsan el acompañamiento y la visibilización de los casos en diferentes espacios. 

“Nosotros como Corporación, cada año en mayo, agosto y diciembre hacemos un evento público llamado La Carpa de la Memoria en el que exponemos los nombres y fotografías de las personas desaparecidas y sus familiares le narran a los transeúntes lo que significa tener un ser querido desaparecido porque nadie se lo imagina”.

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Llano Verde: dolor y resiliencia al Oriente parte 4

Reportajes

Llano Verde: dolor y resiliencia al Oriente Parte 4


Portada tomada de ilustración elaborada por la ilustradora MAPA para la Fundación NOMADESC

Mayo 20 – 2024

Por Laura Cruz  

Empezamos este reportaje nombrando a los cinco muchachos que fueron asesinados en agosto de 2020 y que formaban parte de la comunidad del barrio Llano Verde: Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Josmar Jean Paul Cruz, Luis Fernando Montaño y Léider Cárdenas.

Hoy recordamos a las víctimas y tratamos de entender qué es Llano Verde, sus dinámicas sociales, sus luchas, las violencias, su cultura, esto a través de cuatro mujeres; una madre que recuerda y reivindica el dolor, una joven líder que repite el nombre de sus amigos muertos para que así sea por un segundo vuelvan a vivir en la palabra, una mujer negra del después de ser desplazada se hizo abogada, y una docente que humaniza la academia. 

“Con la oscuridad llega el miedo otra vez”

Encontrarse con los ojos de Ruby es como ver el ocaso desaparecer en el horizonte, son de una luz triste. Ruby Cortes Castro hace muchísimas cosas: trabaja por la comunidad, para la familia e intenta no olvidar y a la vez hacerlo. “A mi me gusta mucho trabajar con los adultos mayores. Dialogar con los jóvenes que están en una situación de consumo, profundizar en el porqué lo hacen, cuál es la necesidad que tienen. También me gusta trabajar con niños.” 

Quizás por esa razón llegó a trabajar a Afrodes,  después de que uno de sus hijos le contó de la fundación. Allí lleva varios años acompañando procesos, al lado de su comadre Erlendy. Una de las principales labores de Ruby es el diálogo con los jóvenes. “Fuera de eso, estamos al pendiente de que día a día esto mejore”. 

Antes de vivir en Llano Verde, Ruby vivía en Sardi ( un asentamiento en el barrio Charco azul, al oriente de la ciudad) y antes en Mojica y antes en Tumaco, Nariño. “Yo tenía 14 años cuando llegué a Cali. Nos vinimos porque los dueños de lo ajeno nos quitaron de nuestro territorio, nos despojaron de nuestras casas. Al principio  vivía  con mi abuelita”. 

En Charco Azul vivió diez años, para ese tiempo ya había sido madre. Al principio vivía en casas alquiladas, pero después logró tener un lugar. Sin embargo, la ola invernal obligó a que las familias del sector fueran ubicadas en un proyecto que llevó como nombre Plan Jarillón. 

El día que llegó al barrio todo fue felicidad, la casa era muy diferente a la de su ranchito de Sardi. “Cuando llegamos, me acuerdo tanto, que la primera noche yo no dormí esperando que lloviera  para ver si caían goteras,¡ay Dios mío!, me dije, quiero ver si cae agua por el techo o alguna gotera para ir corriendo a  colocar la ollita. Fue una emoción muy grande, le agradecí mucho a Dios por darme esta vivienda, a pesar de que no estuviera en las condiciones adecuadas. Yo ya tenía a mis siete hijos así que la felicidad fue muy grande”. 

Sin embargo, con la alegría también vinieron los problemas. Cuenta Ruby.   

“Yo voy con esa alegría, meto la llave, se abre la puerta y veo por dentro.  No, esa no es mi casa, se equivocaron” Me devuelvo y le digo al señor: Yo tengo un hijo que es discapacitado y a mí me dijeron que nos iban a entregar las viviendas adecuadas para las personas discapacitadas

  • Esa es su vivienda, esta es su casa  ¿Usted es Ruby Cortes Castro? A usted le pertenece esta llave”.  
  • Yo digo “No, es que no es.” Pero él insiste 
  • “Esa es su casa señora, no hay más, lo toma o lo deja,  así de sencillo.

 Esta fue la respuesta que le dio un funcionario de la Alcaldía a Ruby cuando le entregaron su casa cuando reclamó.

“¿Qué podía hacer? si mi rancho en Sardi ya me lo habían tumbado. Porque donde no me lo hubiesen tumbado yo me devuelvo, yo me devuelvo pero ¿Qué podía hacer?”. 

Debían subirlo todos los días, lo cual era un desgaste físico para toda la familia, pero además, descubrieron que el barrio tenía otros problemas.  

Cuando entregaron Llano Verde  no había Centro de Desarrollo Infantil (CDI) ni  colegios. Hoy uno de los principales problemas es que muchas de las casas no tienen energía y el único punto para tener luz son los Ganes y si no hay Ganes, no hay luz.  

Sumado a esto, Llano Verde lleva diez años sin transporte público por lo que a sus habitantes les toca caminar veinticinco minutos para llegar a la  Avenida Simón Bolívar, que es la última vía grande del oriente de Cali y da acceso al sistema de transporte integrado Mío. Frente al parque principal del barrio estacionan uno o dos jeepetos —como se les dice a los camperos—, que transportan gente hacia otros barrios del oriente, pero nunca hacia otros sectores de la ciudad. Por eso, muchos de sus habitantes dicen estar confinados, aislados socialmente y desconectados con el resto de la urbe.

“Tuve siete hijos y ahora sólo seis”

“Todos los días me pregunto: ¿qué pasó?, ¿por qué?” Después de tres años y cinco meses, Ruby se sigue preguntando con obstinación “¿Quién le arrebató al menor de sus hijos? ese 11 de agosto del 2020, el día de  la masacre que hoy recordamos como “los cinco de Llano Verde”. Las víctimas fueron : Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Josmar Jean Paul Cruz, Luis Fernando Montaño y Léider Cárdenas.

El hijo de Ruby se llamaba Jair Andres Cortés, llevaba el nombre de su padre. Era el menor, le gustaba el fútbol, tenía 14 años y seis hermanos. Estaba en séptimo grado. Tenía prohibido ir al cañaduzal. 

“A veces yo veía que llegaba con los pies sucios, quemados. Yo lo regañaba y le llamaba la atención. Me decía: ´no má, eso fue hasta ahí no más que fuimos a comer la caña.´ Y yo: no, no, no y no. Pero a ellos les gustaba aquí, aquí en la puntica”, dice Ruby. 

Según testimonios que recoge el libro Construcción de Paz en Llano Verde,  ese día los jóvenes caminaron mucho más en el cañaduzal, porque habían cortado las cañas. Ese día eran las siete  y los pelados no llegaban.  Fueron al CAI y les dijeron la frase ya hecha de la mayoría de policías, “hay que esperar 72 horas”.

Los padres de los jóvenes, entre ellos Ruby, no esperaron. ¿Cómo esperar si eran unos niños que no se quedaban por fuera de la casa nunca?. “Todo estaba oscuro, no teníamos linternas (uno que otros llevábamos celular), entonces con esa oscuridad y así nos fuimos, a ciegas prácticamente a buscar a nuestros hijos, hasta que llegamos a una casa blanca”. 

En esa casa, dice Ruby, los atendieron de forma displicente y en medio de un coro estridente de perros que ladraban. “Mi hijo mayor de alguna manera sintió a su hermano y se fue al interior del cañaduzal”. Mientras se adentraba en la oscuridad  del lugar, vieron que venían dos motocicletas de Policía que fueron hasta la casa blanca y se devolvieron, les contaron el caso y su respuesta fue que esperaran ahí.  Nadie esperó nada, todo el mundo salió detrás de ellos sin importar la oscuridad ni los perros.  

Luego, todos empezaron a gritar: “Jair, Alvaro, Josmar, Luis, Leider”  pero no hubo ninguna respuesta hasta que alguien dijo “amá.”

“Nosotros respondimos: ¡por aquí están, qué alegría, aquí están, por aquí están!, ¡ay, Dios mío!, ¡Ya nos íbamos a meter a ese cañaduzal, cuando empezamos a escuchar llantos, los llantos, los llantos. ¿qué pasó?, me preguntaba a mí misma.” 

Lo siguiente con lo que se encontraron las familias de los jóvenes, fue que en el lugar estaba la Policía  junto con dos personas que cargaban un machete, que aún no se sabe quiénes eran.

“Envolvimos a nuestros hijos. Estaban ahí degollados… Yo volteé a Jaircito, que estaba en el suelo, muerto, y lo primero que hice fue alzar la pantaloneta para ver si tenía sus partes íntimas. A los niños les habían quitado las camisas, todos estaban sin camisas, el único que tenía la camisa puesta era Jaircito. Jaircito… él andaba de blanco ese día.  A los niños los habían golpeado, los maltrataron mucho” asegura Ruby.  

Muchas de las familias de los jóvenes que fueron al cañaduzal, aún después de cuatro años no pueden dormir con las luces apagadas, porque apenas se apagan vuelve el miedo. Aunque no se ha repetido una masacre como la del año 2020, a los jóvenes de Llano Verde los siguen asesinando.  

“En este momento no sabemos qué hacer porque  día a día  están reclutando nuestros jóvenes, nuestras chicas están metidas en la prostitución debido a que no tienen apoyo económico,  oportunidades de capacitarse. No vamos a tapar el sol con un dedo, hay otros jóvenes que no quieren nada de esto, pero hay muchos que quieren salir, quieren avanzar.” 

“Sigo acá por él”

Con la oscuridad llega el miedo otra vez. Es un miedo que se siente en cada rincón de Llano Verde, un miedo que se ha arraigado en el alma de quienes han perdido a sus seres queridos. Ruby lo sabe demasiado bien. Sus ojos, como el ocaso desvaneciéndose en el horizonte, reflejan esa triste luz que acompaña al recuerdo de los cinco pelados: Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Josmar Jean Paul Cruz, Luis Fernando Montaño y Léider Cárdenas. Cada nombre pronunciado es un eco de vida y de dolor, una súplica silenciosa para que el mundo no olvide la tragedia que envolvió a esta comunidad.

“No podemos dormir con las luces apagadas”

En este torbellino de emociones y recuerdos, Ruby se aferra a la esperanza. A pesar del miedo, sigue adelante, trabajando incansablemente por su comunidad, por sus hijos y por el legado de aquellos que ya no están. Su historia es un testimonio de resiliencia y lucha, una luz de esperanza en medio de la oscuridad. Aunque las sombras del pasado persisten, Ruby se niega a rendirse, llevando consigo la memoria de los que se fueron y la determinación de construir un futuro mejor para aquellos que aún quedan.

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  • Llano Verde: dolor y resiliencia al Oriente Parte 1

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Llano Verde. Dolor y Resiliencia al Oriente Parte 3

Reportajes

Llano Verde: dolor y resiliencia al Oriente
Parte 3


Portada tomada de ilustración elaborada por la ilustradora MAPA para la Fundación NOMADESC

Mayo 13 – 2024

Por Laura Cruz  

Empezamos este reportaje nombrando a los cinco muchachos que fueron asesinados en agosto de 2020 y que formaban parte de la comunidad del barrio Llano Verde: Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Josmar Jean Paul Cruz, Luis Fernando Montaño y Léider Cárdenas.

Hoy recordamos a las víctimas y tratamos de entender qué es Llano Verde, sus dinámicas sociales, sus luchas, las violencias, su cultura, esto a través de cuatro mujeres; una madre que recuerda y reivindica el dolor, una joven líder que repite el nombre de sus amigos muertos para que así sea por un segundo vuelvan a vivir en la palabra, una mujer negra del después de ser desplazada se hizo abogada, y una docente que humaniza la academia. 

“Sólo me faltaba la canoa”

Jimmy, Eloy, Lágrimas, Víctor y Vicky vuelven a vivir de alguna manera cuando Alejandrina pronuncia sus nombres. Ellos son sólo una parte de los niños y jóvenes que han sido asesinados desde que se fundó el barrio. A Alejandrina seguro se le escapan algunos de los nombres de los amigos que ha visto morir por una guerra que hoy trata de comprender y cambiar por medio del semillero Afrodes.

Alejandrina Falquez Sinisterra llegó a Llano Verde en el 2014. Se vino con sus hermanas porque su madre, al ver que la violencia se agudizaba año tras año, prefirió que sus hijas estuvieran seguras. Alejandrina proviene del municipio de Satinga u Olaya Herrera, como también es conocido. Es un territorio del Pacífico nariñense a 16 horas de Cali, 14 de ellas en barco y 2 en carro

Diez años después de que la familia de Alejandrina fuera obligada a migrar a Cali, persisten los desplazamientos por cuenta de enfrentamientos entre guerrilleros de las disidencias de la Segunda Marquetalia y las de ‘Iván Mordisco’. Más de 1.500 personas fueron obligadas a desplazarse el 10 de enero de este 2024.   

A pesar de tener que dejar su territorio, la primera vez que vio a Llano Verde le dio buena impresión. “Todo se parece. La organización, todo estaba divino. Fue muy acogedor. Hay muchas prácticas parecidas a las de nuestros territorios. Siempre está el tema de compartir, el respeto hacia el adulto mayor, todo. Entonces como que no fue muy alejado de lo que yo vivía en mi territorio ¡Sólo me faltaba el río y la canoa!” Se ríeSin embargo esa sensación de belleza y organización del barrio cambió cuando Alejandrina vio que la muerte, que tan presente estaba en Satinga, la había seguido también a Cali. 

Se vino la violencia

El cambio más abrupto fue cuando mataron a Vicky”. Vicky era una niña de 10 años y murió en medio de un enfrentamiento entre la policía y los grupos armados. Fue una bala perdida. “Estábamos celebrando el día de los niños cuando inició la balacera. Los niños empezaron a correr a sus hogares buscando un refugio. Vicky llegó a la casa de ella y se devolvió porque la puerta  estaba cerrada y de ahí, en ese correr y buscar ese resguardo, recibió el impacto. Pensamos que se había desmayado, que se había chocado, pero cuando la fuimos a ver tenía el impacto acá (se señala…), y lamentablemente Vicky murió”. 

Jimmy, Eloy, lágrimas, Víctor, entre otras víctimas, han sido asesinadas en Llano Verde, la mayoría amigos y conocidos de Alejandrina. Otros jóvenes han tenido que desplazarse del barrio o de Cali porque corrían peligro de ser asesinados.  El primero, el intraurbano, es una afectación muy común que viven las familias a causa de la violencia.

Continúan los asesinatos

La joven concuerda con la mayor parte de la comunidad en que lo más fuerte que ha pasado es la masacre de los cinco de Llano Verde, sin embargo, dice que en el cañaduzal han encontrado muchachos desmembrados.   

“Está el chico de la iguana. Está Cristian. Para nosotros es muy triste, porque es nuestra población, es nuestra etnia, el futuro. Los chicos no tienen oportunidad de vida. Hay, digamos, un racismo, una discriminación muy grande frente a nuestra juventud y eso conlleva a la falta de oportunidades, a que nosotros o nuestros jóvenes tengan que buscar oportunidad laboral y de vida desde otras prácticas, digamos, no muy adecuadas y eso lleva a que, en el peor de los casos, pierdan la vida” dice Alejandrina.  

Alejandrina es consciente de las problemáticas de su barrio, pero también sabe que un cambio es posible si de manera colectiva se construye. Quizás esa es una de las razones por las que estudia Trabajo Social en la Universidad Antonio José Camacho y es coordinadora del Semillero AFRODES que nació en el 2017, después de la firma del Acuerdo de Paz con las FARC. Nació como una iniciativa de los jóvenes afrocolombianos en el suroccidente colombiano para articularse en torno a varias líneas de trabajo: fortalecimiento de la identidad ancestral, formación en derechos humanos, perspectiva de género, y prevención del consumo de sustancias psicoactivas. 

En la actualidad, el semillero está integrado por jóvenes víctimas del conflicto armado de las comunas 14, 15 y 21, provenientes del Pacífico colombiano: Buenaventura, Tumaco, Satinga y El Charco. Sus edades oscilan entre 14 y 28 años, y sus familias fueron reubicadas en la Urbanización Casas de Llano Verde en el año 2013 en el marco de la implementación del Programa Nacional de Vivienda Gratuita. El proceso de formación de la agremiación se ha llevado a cabo entre 2017 y 2020.

Según información suministrada por el Departamento Administrativo para la Prosperidad Social (DPS,2014), para el 2014 en Llano Verde se reubicaron 2416 jóvenes entre 14 y 28 años (1259 mujeres y 1157 hombres). A la fecha el 44,3 % se encontraba estudiando en educación media, 36,3 % cursaba secundaria y un 6,1 % primaria. Apenas un 8 % contaba con un nivel de formación técnica y tan solo el 1,2 % había alcanzado el nivel de formación de educación superior. Mientras el 66 % se encontraba estudiando, el porcentaje restante se ocupaba en otras actividades así: tareas del hogar (14,2 %), otras actividades (3,1 %), buscaban trabajo (14,8 %); o contaban con una incapacidad permanente para trabajar (1,4 %).

Uno de los principales objetivos del semillero es realizar dinámicas que les permitan   conservar la cultura que tenían en sus tierras y que se ha ido perdiendo a causa del desplazamiento, ya que muchas de las nuevas generaciones no han nacido en el territorio, no recuerdan o bloquearon los recuerdos a causa de la violencia, lo que ha causado una desconexión total de sus raíces. Lo que ha provocado, por ejemplo, que muchas de las jóvenes del barrio sienten vergüenza por su cabello. “Tenemos las niñas, que muchas dicen que les da pena o no quieren tener el cabello que tienen, que quieren un pelo lacio. Esto es producto del desarraigo al que nos lleva la cultura occidental”.  

A raíz de esta situación, desde el semillero buscan el fortalecimiento de la cultura propia y la incidencia en las políticas públicas que ayuden a tener herramientas para proteger a los jóvenes. También han buscado que los adolescentes ocupen su tiempo en actividades que les permitan aprender un oficio y sirva de puente para, de alguna forma, reconectar, un ejemplo es un taller de estampados que tiene un enfoque en la afro-educación. 

Según Meneses la afro-educación debe pensar en cómo plantear soluciones a múltiples discriminaciones en los espacios educativos y revisar también que los efectos de la ideología del racismo complejizan las problemáticas sociales que han desencadenado los sistemas patriarcales y capitalistas sobre las mujeres afrodescendientes. Dadas las implicaciones del cuidado del otro en el hogar, se diseñaron talleres paralelos, a su vez, con los menores, para que las asistentes pudieran participar en todas las sesiones. De esta forma, se incorporaron al diseño del curso las necesidades planteadas por las mujeres afrocolombianas de AFRODES.

El semillero también ha logrado articulación con la academia, a través de diferentes universidades como la Javeriana, Unicatólica, Univalle, a donde los integrantes del grupo han participado en las escuelas de políticas públicas y, a través de lo aprendido, se han ido empoderando y tratando de construir una nueva vida.    

El semillero, además, tiene una escuela de formación ancestral que tiene como objetivo retomar las prácticas culturales  y  recuperar todas sus costumbres. El trabajo que realizan en este espacio no solamente llega a los jóvenes de Llano Verde, sino también a las comunas 13, 14, 15 y 21 que son las localidades donde hay más población afro y en condiciones de mayor vulnerabilidad en la ciudad de Cali.

La respuesta de AFRODES a la violencia

Para Alejandrina seguirá siendo de vital importancia, primero, guardar la memoria de quienes han sido asesinados, seguir nombrándolos. Segundo, rescatar sus costumbres porque al practicarlas es como si tuvieran consigo un poco del territorio; tercero, buscar oportunidades para los jóvenes del territorio porque todos tienen múltiples capacidades. Por último, “hay que buscar articulaciones para poder llevar más impacto y lograr, de una u otra forma, cuidar la vida de nuestros muchachos que se ha ido perdiendo”.

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Llano Verde: dolor y resiliencia Parte 2

Reportajes

Llano Verde: dolor y resiliencia al Oriente Parte 2


Portada tomada de ilustración elaborada por la ilustradora MAPA para la Fundación NOMADESC

Mayo 6 – 2024 

Por Laura Cruz  

Empezamos este reportaje nombrando a los cinco jóvenes que fueron asesinados en Cali, el 11 de agosto de 2020 y que formaban parte de la comunidad de Llano Verde: Álvaro José Caicedo, Jair Cortés, Josmar Jean Paul Cruz, Luis Fernando Montaño y Léider Cárdenas.

Recordamos a las víctimas y tratamos de entender qué es el barrio Llano Verde, sus dinámicas sociales, sus luchas, las violencias y su cultura a través de cuatro mujeres: una madre que recuerda y reivindica el dolor, una joven líder que repite el nombre de sus amigos muertos para que, así sea por un segundo, vuelvan a vivir en la palabra; una mujer negra de  Buenaventura  que se hizo abogada y una docente que humaniza la academia.  

“La importancia de no decir víctima si no sobreviviente”

Está sentada en una silla de plástico. Al fondo la cocina y un letrero que dice Afrodes. Hay muñecas negras, timbales, materiales para trabajar. En la sala de esta casa  hay más movimiento, más vida, de la que logro percibir este lunes festivo. 

“Yo creo que la mitad de mi vida se perdió”, me responde Erlendy cuando le pregunto. ¿Qué cree que ha perdido con el desplazamiento? Estamos en la que antes era su casa, en la que dejó de ser una nómada en el mismísimo oriente de la ciudad y descansar de tanto trasteo. En esa casa en la que le hicieron un atentado, hoy recibe a los jóvenes del barrio que forman parte de un proyecto denominado Afrodes.  

Tiene casi 50 años, dos hijos, ojos negros y transparentes como los ríos de su corregimento. Le ha hecho duelo a 14 familiares que la violencia le arrebató.  Llegó a Cali con 300 mil pesos. Su mejor amigo fue Bernardo Cuero Bravo y a Cuero Bravo lo asesinaron el 7 de junio de 2017.  Se tituló de abogada en la Universidad Católica. Es líder social, nombre meritorio y escrito a pulso con la labor que realiza en su comunidad. 

Erlendy nació en un lugar que está atravesado  por agua. Es un pequeño paraíso que hasta hace unas décadas  estaba lejos  de la violencia. El corregimiento 8 está ubicado a 45 minutos de Buenaventura, lo atraviesan varios ríos cristalinos como Sabaleta, San Marcos y Agua Clara. “De ese corregimiento sale el mejor chontaduro de Buenaventura”, mientras ríe. Erlendy Cuero Bravo nació allí en 1975. En una época en la que  no había violencia o ella no la recuerda, pienso, pero luego reflexiono: la violencia no se olvida. 

Su  familia siempre se dedicó al comercio del chontaduro. Esa fruta es una de las que más se exporta en el Valle del Cauca y ocupa un 70% de la producción agrícola en Buenaventura, según el Plan de Desarrollo Distrital (2020-2023)  Es, también,  el sustento de muchas familias que viven de la informalidad, casi un 63 % de la población bonaverense. La madre de Erlendy murió en un viaje en el que intentaba abrir más espacios de venta.  

Después de esa muerte, la vida de la niña y su familia cambió. Primero dejaron sus ríos, su ruralidad y se fueron a vivir al barrio Rafael Uribe Uribe de la comuna 12 en Buenaventura y en el que actualmente, según informes de la Policía, hacen presencia distintos grupos armados como los Chotas y Espartanos. La vida en el barrio Uribe Uribe comenzaba a tomar forma ya que estaban construyendo la casa que sería su hogar, sin embargo, en 1987, el padre de Erlendy fue asesinado de ocho tiros

“Desde la muerte de mi padre ocurrieron asesinatos sistemáticos en mi familia. El último fue el 1 de enero del 2024. Cuando desapareció un primo y pusieron a su madre a buscar el cuerpo. Mi familia ha perdido más de 14 personas, todas asesinadas de forma violenta en Buenaventura”. Erlendy, además de afrontar estas violencias y la orfandad, sobrevivió viajando entre Cali y Buenaventura: una nómada atrapada en el Valle.

“Después de la muerte de mi papá me sacaron de Buenaventura, pero yo no me amañaba, entonces me devolví. Yo parecía una cosa loca”. A los 18 decidió quedarse en Buenaventura, terminando de construir lo que sus padres dejaron. En ese tiempo logró algo de estabilidad y, además, tuvo dos hijos, la parejita. Para este tiempo los victimarios ya habían mudado de nombre:  ya no eran los paramilitares sino el frente 30 de las Farc, que lideraba, en ese entonces, alias Mincho.  

Mincho me mandó una carta diciendo que tengo que entregar mi propiedad a otra persona” y como Erlendy, que siempre ha sido picada a loca como le dice su hijo, le respondió “hijo de puta”, y que no, que eso era de su familia. Entonces, Mincho dio la orden de que le desbarataran la casa y en el año 2000 debió salir de Buenaventura, esta vez, con sus dos hijos. Luego fue muy difícil reparar las tierras porque las comunidades afros, en su mayoría, no tienen titulación, porque ellos mismos marcan los linderos de propiedades de este territorio. 

En pleno cambio de siglo, cuando la humanidad tenía la esperanza de un futuro mejor, Erlendy llegó desplazada “con una mano adelante y otra atrás” a  Puertas del Sol, un barrio de Cali. 

Como Erlendy, miles de familias desplazadas siguen llegando desde los departamentos de Nariño y Cauca. Según el registro Único de Víctimas (RUV), esta ha sido la realidad de 8 millones de personas que han sufrido de desplazamiento forzado interno desde hace más de un siglo y que supera a la población de Bogotá. 

Erlendy llegó donde un familiar que le dejó poner las cosas en un rincón de la sala y de allí en adelante recorrió el oriente a pie. Con los únicos 300 mil pesos que traía le alcanzó para pagar el primer mes de alquiler, después le cortaron los servicios. “No teníamos qué comer, y empezó mi suplicio de vida, complejo. Yo intentaba conseguir trabajo y nada”. 

Aunque en Puertas del Sol parecía que no había salida en términos laborales,  esto la empujó a dejar a su hija bajo el cuidado de la abuela, la solidaridad de la gente negra y mestiza son el otro lado de la historia. Su arrendataria, por ejemplo, le fiaba el alquiler y además le llevaba comida. “Ella es mamá Mirian, una señora que para mí ha significado mucho. Yo le debía el arriendo y ella salía y me buscaba comida también. Bien conchuda”, sonríe Erlendy mientras me cuenta que ella llegaba con bolsitas de arroz y con plátano. 

Esta fue sólo una parte de la lucha. Erlendy montó una miscelánea:“esa vaina se cayó porque era más lo que me comía que lo que vendía”. Trabajó en máquina plana y se iba a jornadas de aseo con Visión Mundial, ya que cambiaban trabajo por comida. Pero ese era sólo un frente de batalla, la de la madre, pero estaba el otro, la de activista; así que los fines de semana iba a reuniones, se capacitaba y aprendió el enfoque étnico y que los negros tenían sus propias luchas y  reivindicaciones.  

La llegada al barrio 

Al principio le afectó esa estigmatización por lo que muchas veces era reacia a hablar con los presidentes de las Juntas de Acción Comunal, pero con el tiempo y con el trabajo, comenzaron a conversar y crear tejido entre los habitantes de diferentes sectores.  

Uno de los primeros logros de Erlendy fue participar en varias comisiones con el Gobierno Local, fue el no ser  representados por un tercero y así poder incidir en la formulación de políticas públicas para la comunidad afro desplazada en la ciudad. El segundo fue conocer  Afrodes.   

Encuentro con Afrodes, reencuentro con las raíces

“En un viaje a Bogotá, en un evento al que van varias organizaciones, lo primero que hice fue identificarme con Afrodes. Y yo me digo: “qué chévere porque ellos hablan del sentir que yo tengo´. Me hicieron comprender lo que ha ocasionado el conflicto colombiano. Que el desplazamiento no es sólo mudarse, sino de quitarnos también la conexión con el territorio. Es dejarnos esa frustración de no encontrarnos con nuestro río, de no encontrarnos con esos rituales propios que utilizamos cuando alguien muere, de esas formas de solidaridad, del compartir”.  

Erlendy se vinculó con Afrodes en el 2012, trabajando como coordinadora en un programa de salud mental, donde quienes hacían las intervenciones tenían un modelo de atención de África y Pakistán, distintas a las tradiciones culturales de las comunidades negras de la ciudad. Allí Erlendy puso sus conocimientos para que la atención estuviera enfocada en las particularidades de las poblaciones de esos territorios. 

Elegida como vicepresidenta de AFRODES, Erlendy comenzó a ganar la confianza y ya con las bases se dijo; qué voy hacer. Tuvo que escoger entre psicología y derecho, pero un día en una conferencia, se encontró a Mary Grueso, quien le dijo “Mija, psicóloga no, váyase para derecho que a usted le gusta pelear y allí por lo menos va a tener herramientas que le ayuden a hacer el proceso en la formalidad y no quedarse solamente en las acciones de hecho”.

La única opción es delinquir

Cansa caminar hacia la utopía 

Cuando asesinaron a Bernardo Cuero Bravo, una pérdida que la acerca demasiado al dolor. Bernardo era Fiscal de Afrodes y un hermano para Erlendy. Se sentaban a hablar como niños y su plan a futuro era poner un buffet de abogados que se llamara Cuero y Cuero. Cuando ella iba a Bogotá y estaba atravesando por una situación de inseguridad crítica, Bernardo se alojaba en el mismo hotel, en una habitación delante de ella y a Erlendy le daba el cuarto de atrás, como una forma de protegerla. “Él decía, antes que me la toquen a ella primero me tienen que matar a mí”.  

“Le propinaron siete tiros y dije, ¡Dios qué hago! Eran las ganas de retirarme de este proceso, de salir corriendo del país; era decir ya no puedo más, pero sabía que él y yo teníamos una promesa que cumplir y dije que esto tiene que seguir, entonces primero era terminar de estudiar y pensé:  si muero , esto simplemente queda allí”.

La violencia que no para

Un camino de relevos generacionales

Hasta que Erlendy lo dijo de la manera más clara: “yo hoy tengo un compromiso con el proceso: no lo dejaré mientras esté viva. Si me muero las fuerzas que yo tengo serán para ustedes y esto es a veces duro, pero necesitamos dejar enseñanzas antes de irnos”. Así nace el semillero Afrodes.  

Mientras converso con Erlendy, nos encontramos en las que era antes su casa y hoy es la sede de Afrodes.  Allí se reúnen algunos jóvenes del barrio para capacitarse, para aprender sobre derechos, sobre cómo exigirlos y también se reencuentran con sus historias de supervivencia que es al tiempo la historia negra. Entre los jóvenes que van se encuentra Alejandrina Falquez Sinisterra.  

“Tener a Alejandrina coordinando el semillero para mi es un descanso. Dice mientras la mira con una luz de orgullo. Ella es como una versión mía, ella también es fuerte”. Ella creó semillitas y ahora esparce el legado de Afrodes entre los niños de la comunidad. Alejandrina sale un momento para comprar todos los ingredientes con los que preparará un tapado típico del Pacifico, el pescado y todo lo demás lo encuentran en el barrio, porque Llano Verde es un pacifico pequeñito. 

Le preguntó a Erlendy ¿qué es lo más difícil de la situación que vive Llano Verde? 

Lo más grave es que si la gente negra no se organiza, no lucha por sus derechos, estarían retrocediendo de nuevo a la esclavitud. 

“Hoy las formas de esclavizarnos son otras, como meter drogas a estos sectores, enloquecernos, y es el extermino de matarse unos a otros. Mátense que ustedes no son gente. ¿Cómo es posible que entre nosotros siga pasando esto?, con tanto de lo que hemos vivido como pueblo negro, todo el daño que hemos padecido en este país, y que hoy sea casi un plan de nosotros mismos, un tema de canibalismo, acabarnos.”

La pregunta es; ¿a quién le sirve que entre nosotros nos asesinemos?  ¿En beneficio de quién es esta violencia? 

Llega Alejandrina y Erlendy se pone de pie para recibirle los paquetes. Alejandrina se sienta en el lugar que dejó Erlendy y esta le dice: “…hágale mija, ahora sigue usted”, aunque se refiere a la entrevista, yo siento que le está delegando la palabra, le está pasando la posta, la bandera de la lucha, siento que lo que veo  es mucho más grande y que de repente, la historia de los pueblos marginados se escribe así, de manera simple, en el día a día de sus gentes.

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Persépolis de Marjane Satrapi

Reseñas literarias

Persépolis de Marjane Satrapi

Mayo 5 – 2024

Por María Josefa Avilés Ch

Marjane Satrapi es una historietista, guionista, dibujante y directora franco iraní.

Nació el 22 de noviembre de 1969 en  una familia acomodada y progresista que vio cómo su país sufría la revolución iraní. Tras esta difícil situación política en el gobierno, se trasladó a Austria a los 14 años de edad para estudiar en el Liceo Francés de su capital. En Viena, su cultura y principios chocaron con la manera local, pero al mismo tiempo se dio cuenta que tenía que vivir su vida a su modo y tras varios años,  Marjane Satrapi regresó a Irán para hacer un master en comunicación visual en la Universidad de Teherán.

Pero las reglas de su país comenzaron a no ser las mismas de una mujer que había sido educada con libertad, por eso en 1996 tomó la decisión de irse nuevamente de su país y trasladarse a Francia. A partir de 1997 se dedicó a la ilustración de libros para niños y fue cuando tomó la decisión de publicar Persépolis, una novela gráfica que cuenta su historia.

En ella, se relata la Revolución Islámica iraní desde los ojos de una niña que ve los cambios de su país y  cuenta en primera persona su historia y a través de ella se descubre al Irán de la época. Es creada en formato  comic en blanco y negro en donde sus dibujos son sencillos y su lenguaje es cotidiano y hace que sea toda una obra de arte, lo que permite conocer cómo fueron los cambios culturales y reliogosos a raiz de la revolución.

A lo largo del libro se puede ver la evolución de Marjane Satrapi y de la mano de ella conocemos el conflicto entre Irán e Irak con la revolución islámica

Para mí es un libro que todos deberíamos leer ya que es una obra autobiográfica y es un comic que nos habla de una realidad y al mismo tiempo vivimos el crecimiento intelectual de la autora y claro esta es una obra con un gran valor histórico y al tiempo es muy conmovedora.

Este maravilloso comic fue llevado al cine en una versión dirigida por Vincent Paramaud  y la misma a Marjane Satrapi.  Esta adaptación fue nominada y ganadora de varios premios.

Si indagamos un poco más en la vida de la autora podemos ver que estudió artes decorativas aunque su vocación era ser grafista.

En parís conoció a Cristopher Blair que le ayudó a  entrar en contacto con L Association donde creó Persépolis en la que, como ya dije,  muestra su visión de la sociedad iraní.

Tenemos que recordar que la autora ha escrito varios comics todos retratando su infancia y la de sus parientes.  Persépolis es una de las novelas gráficas francesas más conocidas además no es una novela gráfica del montón ya que es un relato autobiográfico que llega a  lo más profundo de cada lector.

Creo que como buenos amantes de la lectura este comic es una de las novelas gráficas que debemos tener en nuestras estanterías ya que nos ofrece  una maravillosa historia de vida.

Otros de sus libros son

  • Persépolis 2
  • Bordados
  • Persépolis 3
  • Persépolis cuatro
  • Pollo con ciruelas
  • Suspiro

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