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Septiembre 18 - 2020

"¿Y quién se ha muerto de COVID? Yo no conozco a nadie". Yo también me hacia esa pregunta antes de verlo asaltar a mis amigos y familia. Es que, si hay algo que tenemos presente desde 6 de marzo, el día que empezamos a contar los casos en el país, es ¿cuántas personas se han contagiado y cuántos se han muerto? pero ¿quiénes han sido las victimas de COVID? Los medios han registrado el comportamiento de la cifra y dejaron "en abandono" las historias de los ciudadanos que se están marchando sin derecho a despedida.

Esta carta es un llamado a los medios escritos para dar un lugar al nombre de quienes el COVID se llevó, y a una invitación a las familias de las víctimas, hoy sin nombre, para que vean en la posibilidad del reconocimiento público un homenaje a la memoria de sus seres queridos.

Señor (a)
Editor (a) 

Empezaré por presentarme. Me llamo Eliana Katherine Gamboa García, un nombre bastante largo del que mi mamá no tuvo responsabilidad, fue más bien un invento de mi papá, combinado con el deseo caprichoso de mi hermana. Mis nombres no tienen un significado bíblico como los demás de la familia.

Parece que no lo buscaron sonoro, y que tampoco pensaron en cuánto me tardaría en aprender a escribir la "h" muda y la "k", dos fonemas que no se entienden bien cuando uno tiene 6 años.

Usted se preguntará cuál es el lugar de ese par de anécdotas en esta carta. Pues bien, quería mostrarle cómo el nombre nace a través de nosotros con un designio atávico y toma vida con las historias únicas que nos pasan ¿o acaso hay otrx igual a pesar de ser tocayos?

El nombre es una palabra para la memoria, pone recuerdos en la mente de los otros durante la vida y se queda hasta después de la muerte. Pero ahora, luego de cinco meses en los que el COVID nos ha puesto en distopía, no hay tiempo ni autorización para pensar en honrar la memoria y mucho menos los nombres y nos hemos volcado a responder al ¿cuántos son?, mientras que ignoramos una pregunta fundamental ¿quiénes fueron?

Es ello lo que justifica estas letras.

Morirse hoy hace parte de un mundo distinto. Usted lo sabe. No hay familias que acompañen, velas que iluminen el camino del alma, flores que aviven el oscuro féretro, o libro de asistentes para acompañar a los que quedan. Morirse en tiempos de COVID, es por obligación un acto de soledad para el enfermo y de abandono para la familia. Le digo abandono, porque no es una decisión voluntaria irse y dejar la persona de tu afecto en el hospital, es más, estoy segura de que si fuera una elección, muchxs se quedarían juntos, pese al riesgo que corre su propia vida.

Por las razones de bioseguridad que usted ya conoce, es un acto de soledad, al que se le suma la duda de si el enfermo tuvo consciencia de su partida, pues el sueño de la anestesia que le aplican para instalar el respirador (si es que se llegó a tener uno) pudo haber empezado muchos días antes del deceso, y no le dio tregua para despedirse, o bien, lo dejó con la esperanza de que regresaría a casa.

Sí, usted pensará que junto a él o ella -si corrió con suerte-, estuvo alguien del personal de salud, lo que es un alivio. Lo aplaudo y lo admiro, así como otrxs ya lo ha hecho por diferentes medios. ¡Héroes, les dicen! A aquellxs que se dedican con vocación a salvaguardar la vida, y también a aquellxs que logran salirle adelante al virus. ¿Pero cómo les dicen a los que no lo lograron y murieron en el intento? Eso depende de la ubicación geográfica: 750.175 si hablamos del mundo; 13.837, si eran colombianos y 1.298 si fueron vallunos (para el día en que escribo esta carta, agosto de 2020).

No sabemos quiénes, sabemos cuántos. Y hacer de personas hechas de historias una cifra estadística, los deja más solos y desconocidos que cuando llegaron al hospital. Porque al menos cuando llegaron al mundo, los esperaba un nombre que por designio o por el azar, los acompañó hasta su último día.

¿Quiénes son? Yo conozco solo una historia cercana, la de Benjamín Cobo Rengifo, el padre de una colega, que en su última llamada y sin advertirse de la proximidad de la muerte, le pidió esperarlo para desinfectar juntos su cuarto, por si acaso lo que tenía era el virus. Él, y ellos no se lo esperaban, y, ¿quién sí lo haría? El problema es que, en éste mundo distinto, al muerto y a su familia además de lo ya descrito, también se le niega el encuentro con el cuerpo, y con ello la posibilidad de dar cara y realidad a la pérdida; la familia no está autorizada para celebrar un ritual de despedida y por ser contacto de un caso positivo, se quedan solos y abandonados. Es como un espiral de repeticiones.

¿No cree usted que entre tanta negación que ha impuesto el COVID a este mundo distinto, el periódico podría dar un lugar de compañía, solidaridad y memoria para la familia y su ser perdido? No sería una innovación, lo sé. Ya los diarios registran las muertes en los titulares como parte de las noticias cotidianas en nuestro país; también sé que el año pasado, en otros países, Banu Cennetoglu, artista visual, expuso una lista de 35.597 personas que murieron en el marco del fenómeno migratorio. No es una novedad, pero sí un acto de subversión a la muerte, y de humanización para los mártires del COVID, que fueron sorprendidos vilmente por la espalda.

Señor (a) editor con esta carta le quiero pedir que consideren publicar en su periódico no sólo cuántos si no quiénes, como he venido insistiendo. Con sus nombres propios porque el nombre escrito en tinta le devuelve al muerto no solo su historia, sino que también le deja una historia para contar a la familia – en mi casa por ejemplo hay un recorte de prensa de 1976 con el registro de la muerte del primo Jaime -. El nombre, sonoro, corto, largo o excéntrico, saca al muerto de la frivolidad de la cifra que reposa sobre los contendores donde espera por el regreso a casa. El nombre, despierta en medio de una quietud obligada, recuerdos, relatos, vínculos, canciones...

Quizás al levantarse y encontrar el nombre y apellido de su padre, madre, hermanx, hijx o amigx en escrito en una página, el doliente pueda darle lugar, a lo que hoy está en condición de abandono: el dolor de la familia. Quizás el reconocimiento del nombre de quien ha muerto, pueda ser un apoyo y una forma de contención al duelo familiar, pero quizá también logre poner al fallecido en un lugar distinto al de un dato estadístico mundial, y pueda permitir que el ausente se instale en la memoria de la ciudad, de un barrio, o de un grupo social que seguramente lo va extrañar.

Señor (a) editor, que sea ese un gesto que nos permita humanizar lo que parece se está normalizando, y le pido que, si a mí me toca el turno de morir en este mundo distinto, y si para entonces se hubiera considerado mi solicitud de publicar los nombres de las personas muertas, bajo el deseo de una familia que quisiera compartir y acompañarse en su duelo. Le pido que en el periódico me escriban como "Eli", pues es con el diminutivo de mi largo nombre que he transformado mi historia.

En caso de no morir, puedo ofrecerme para recoger esos nombres.

Muchas gracias,
Afectuosamente,

Eliana Katherine Gamboa García,
Psicóloga, profesional en educación

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