Noviembre 11 - 2018
Por Anderson Villalba / @anvillalba
Puede verse en ese extraordinario documental que es La toma, dirigido por Angus Gibson y Miguel Salazar: un hombre atraviesa la Plaza de Bolívar con dos bolsas de las que saca puñados de maíz para alimentar a las palomas de siempre. Un remolino de alas lo cerca y acude a su llamado. La escena puede ser normal si no fuera porque, al fondo, mientras ese hombre aprieta granitos de maíz en las manos, miembros del Ejército, la Policía y la Defensa Civil evacuan a los últimos rehenes de la toma y retoma del Palacio de Justicia.
Era el jueves 7 de noviembre de 1985 y los enfrentamientos ya iban a cumplir sus primeras veinticuatro horas y ya había sido bombardeado el edificio diseñado en los sesenta por Roberto Londoño y el sol era ocre en la inmensa plaza asediada. Y no, no es normal. No es normal porque, acaso sin saberlo y sin pensarlo, ese hombre —pantalón y chaqueta oscuros, el pelo encanecido que se desordena con el viento— sintetiza en su cotidiana costumbre lo que ha pasado durante estos 12045 días de impunidad y silencio: un país que, aturdido una y otra vez por sus tragedias, fue olvidando poco a poco esas veintisiete horas de fuego en el centro del poder político del país. Un país que recuerda cuando las fechas son conmemoraciones, simples memorandos.
En los alrededores del nuevo edificio, en donde una llama permanece encendida para recordar el holocausto, algunos se detienen, miran por un rato la fachada o leen la frase de Santander —imaginando el sonido de los tiros, recreando para nadie el humo y el fuego y los tanques y los helicópteros y los muertos— y siguen su camino. Otros, en cambio, dan una discreta batalla cada seis de noviembre.
Son los familiares de Héctor Jaime Beltrán, de Carlos Rodríguez, de Cristina Guarín, de Gloria Anzola de Lanao, de David Suspes y de todos los desaparecidos por los que nadie responde. ¿Cómo se sobrelleva esa angustia permanente de desconocer el lugar de los hijos, los padres, los tíos, los hermanos? ¿Cuánto coraje y cuánta resistencia se necesitan para afrontar con valentía semejante incógnita?
Al final, en esa especie de familia conformada alrededor de la tragedia que es el colectivo de los familiares de los desaparecidos, no queda sino la lucha por la justicia y la entereza de quienes esperan. "No he tenido la satisfacción de ver los restos de mi hijo", dice Héctor Beltrán, padre de Héctor Jaime Beltrán, y no es raro conmoverse por esa especie de rabia contenida que se parece tanto a la dignidad. Y uno no tiene más que ponerse de su lado. Por sensatez. Por justicia.
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