Sin maletas: historias de refugiados desde el exilio
Sin Maletas es la primera investigación periodística sobre refugiados en el mundo, nacida en América Latina. Busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con esta cobertura multimedia, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
Sin maletas: relatos de refugiados desde el exilio
Junio 27 - 2016
Este es un trabajo realizado por varios periodistas de iberoamérica para www.lopolitico.com que amablemente nos ha permitido publicarlo. Hoy compartimos un tercer relato de esta serie que cuenta la historia de un exguerrillero colombiano que debió hacer de México, su nuevo hogar.
Sin Maletas es la primera investigación periodística sobre refugiados en el mundo, nacida en América Latina. Busca crear conciencia sobre la migración forzada como una problemática mundial y reconoce las contribuciones positivas que los refugiados aportan a las sociedades en las que conviven. Con esta cobertura multimedia, queremos promover la tolerancia y la diversidad, conocer si los valores fundamentales de la protección de la vida y la defensa de los Derechos Humanos, pueden librarse de los prejuicios cuando tocan a tu puerta. Las historias que aquí se publican, son para que se compartan libremente con la única intención de contribuir al debate informado.
Por Margarita Solano*
13:25 hrs. Agosto de 2015, Aeropuerto Internacional Benito Juárez de la Ciudad de México. Compró una chamarra café para llegar a la cita. Cerca de la playa, donde vive exiliado desde hace treinta años, taparse es una grosería, podría morir cocinado, pero a estas alturas, la muerte le ha susurrado tantas veces al oído, que morir acalorado, le resulta un poema.
13:32 —¿Llegaste?
13:40 —Voy bajando del avión. Ansiedad...
13:43 —Mándame una foto para reconocerte
13:45 —Aquí va
Camisa amarilla, cabello negro, un mechón tapando el rostro completo, la imagen de un perfil inconcluso muestra un asiento de avión; un ojo derecho. Medio bigote. El equipo de televisión lo espera en la sala A justo debajo del pizarrón eléctrico de arribos nacionales como habían quedado. El vuelo ha llegado a tiempo. Como una especie de parodia donde el ladrón siempre logra escabullirse de quien lo espera, Markos sale por otra puerta. Se ha justificado la llegada de cuatro personas de televisión a las autoridades del Aeropuerto de la Ciudad de México con cámara, tripié y micrófonos, avisando el arribo de un "escritor colombiano". Apuntan su nombre real, así completo con nombre y apellido.
En México, Carlos Alberto Méndez Contreras, escritor, poeta, periodista, corrector de estilo, maestro de literatura y periodismo. En Colombia, Markos, así a secas, estudiante de la Universidad Nacional de Bogotá, ex militante de la otrora guerrilla colombiana conocida como El M19, encarcelado un año y ocho meses por subversión.
Ningún mexicano del común que te viera hoy con tu pantalón de vestir beige, cinturón café que hace juego con la chamarra, camisa amarilla de cuello perfectamente planchada y un bigote arreglado, pensaría que veinte años atrás eras un guerrillero alzado en armas. El estereotipo de un insurgente en este México donde decidiste venir a salvar tu vida, tiene que ver más con un campesino de rasgos prietos, inculto, tímido al hablar, medio ignorante, humilde hasta en el vestir. En cambio tu, Carlos, pese a tu raíces campesinas y un pasado de carencias, te pareces más a esta vida nueva que te has impuesto a kilómetros de distancia, ¡de verdad que si luces como todo un famoso escritor!
La cámara sigue tus pasos en medio de las miradas curiosas de la gente que intentan familiarizar tu cara con la de un actor, un cantante de la televisión, quizás un artista internacional. Mientras tanto tú, pareces perderte en el relato de un pasado que pasa frente a ti en cámara lenta como tu andar.
— ¿Quién es? —pregunta la gente al crew de televisión...
— Un poeta —responde el productor sabiendo que seguirá un gesto de decepción. La gente reclamaría la selfie en caso de haberse encontrado con un deportista... con un cantante.
Markos y el mar
No es la primera vez que viajas de Cancún a la capital. Sí la única ocasión desde el exilio, en la que confiesas esta historia que llevas protegiendo, escondiendo durante treinta años.
—¿Quién es... quién es? —pregunta la multitud. En el fondo de tu clandestinidad hay una sola respuesta.
Yo era Markos
—Escribía Markos con 'k´, era un militante del M19, un joven rebelde colombiano, un revolucionario convencido desde muy chico, un joven lleno de ideales, que creía en que la humanidad tenía salvación—
Tus ojos se han llenado de lágrimas Carlos y has olvidado un detalle... La silla que te ha elegido a ti para el confesionario de tu vida, da la espalda a una biblioteca con libros que no son tuyos; tu pantalón beige y tu estilo de profesor de literatura, han construido una atmósfera más parecida al Carlos de hoy que al Markos del ayer con su melena larga, bigote descuidado y jeans para la ocasión.
Día de visitas en la cárcel de Bellavista
En esa fotografía que sostienes con la derecha mientras el lente se clava en el primer plano de tu rostro, apareces delgado, con un bigote puberto apenas asomado. Tú estás sentado en una cama individual junto a una muchacha que te clava una mirada coqueta, estabas en la cárcel de máxima seguridad de Bellavista en Medellín, donde pasaron grandes capos de la mafia colombiana.
¿Quieres llorar?
Agachas la mirada, te suda la nariz. Tu pose intelectual ha quedado sepultada. Ahora pareces más una víctima, un hombre consternado por el recuerdo de un proyecto perdido, porque lo reconociste Carlos, los rebeldes como tú, lucharon y perdieron.
—Es la primera vez que cuento esta historia en México. Mientras yo estoy aquí sentado, muchos compañeros murieron y no pudieron contar la suya.
Has olvidado un detalle Carlos...
A menos de dos metros de ti está un muchacho de quince años, la edad que tenías cuando ya leías a Marx y cantabas trova cubana. Comparte tus ojos miel y el lacio de tu cabello negro, incluso ahora que los comparo, se parece mucho a ti en la foto que enviaste por Whatsapp para reconocerte en el aeropuerto. Es como si el Markos que dejaste en Bogotá estuviera aquí presente en México, acompañándote a tus espaldas y quien hablase fuera Carlos convertido en escritor. A tu lado está un adolescente que te acompaña mientras te entrevistan para sacar tus secretos desde el exilio para un canal de televisión de la ciudad que te vio nacer: Bogotá. Me habías contado ya, que el muchacho iba en la prepa en el Distrito Federal, que había algunos problemas con su mamá y que guardabas cierto enojo porque un día de pleito, la mujer quemó todos los recuerdos de Markos afuera de la casa donde vivían y sólo alcanzaste a recuperar un dibujo entre las llamas. Hecho cenizas quedaron fotografías, una autobiografía, cartas de tus compañeros de lucha en prisión, dibujos, el periódico donde escribías, revistas de la época y entonces decidiste desterrar ese amor de tus entrañas.
Omar, ese chico que hoy te acompaña, ha venido a escuchar tu entrevista creyendo que viene a oír el testimonio de un periodista, escritor de poemas, de un literato, de Carlos, su papá. Pero insisto Carlos, olvidaste un detalle. Omar, tu hijo, no conoce la historia de Markos ¿Cómo pudiste esconderle tu pasado tanto tiempo? Cuando dijiste a la cámara "Markos era yo cuando era guerrillero", el muchacho alzó la vista con asombro para tratar de encontrarse con tus ojos. Unos ojos ahogados en lágrimas.
El yunque y el martillo
Era un jueves de 1981. El bloque rural del M19 llevaba un año consolidándose en las montañas del sur de Colombia con la ayuda del gobierno cubano y su experiencia en táctica armamentista. La idea era crear una guerrilla cercana a la gente pero alejada de las grandes urbes donde el enemigo acechara. El brazo político del movimiento subversivo fue llamado a la clandestinidad, a ponerse las botas, a ser el brazo armado en las montañas colombianas.
Semanas atrás, un compañero alzado en armas había decidido hacer proselitismo político de puerta en puerta; llegaba a las casas de los campesinos para contarles la lucha que desde las montañas se gestaba "por una Colombia justa". Pero el Ejército detectó el secreto en las montañas cerca de la frontera con Ecuador. Alistó una fuerza bélica de más de mil hombres dispuestos a todo con tal de detener a decenas guerrilleros anclados en el espesor de la selva.
La travesía por la selva duró varios días. Desde el río Mira, fronterizo con Ecuador, los combatientes entraron al Putumayo y se enfilaron hasta el Caquetá. Desplazar ochenta hombres en lanchas pequeñas llamadas cayucos, con la amenaza de voltearse en el primer mal forcejeo, resultó el primer reto militar del grupo insurgente. Los poblados aledaños tenían reservas. Algunos cerraron las puertas de la casa para volver a salir tres días después, cuando los rebeldes se marcharan. Otros optaron por ayudar a embarcarlos, ofrecieron víveres. Un puñado dio aviso a las autoridades.
Los lugareños aseguran que ahí, la selva es como las mujeres de la zona: impredecibles, rudas, difíciles, tan dominantes. La lluvia haciendo gala de un torrente que se deja caer al salir el sol, con vísperas de arreboles, temperaturas que superan los 28 grados, con el abrazo de la noche. Llueve sobre las ceibas, el choibás, el cagüís, árboles gigantes que sobrepasan los sesenta metros de altura donde los techos de los pueblos y sus pobladores se miran a lo lejos como una caricatura, como la vista de una ciudad desde la ventana del avión a mil pies de altura.
Treinta metros más abajo de las ceibas, el choibás y el cagüís, la selva es inclemente. Ramas perfectamente amarradas durante décadas se hacen nudos impenetrables, hojas que tapan precipicios de diez o quince metros de profundidad, maleza, insectos roedores. Crecen los cedros, los laureles y los cominos, árboles frondosos, gruesos de tallo, que tejen un manto vegetal que podrían ser la muerte para su propia fauna. Escarabajos, hormigas, insectos de colores, se suben en manada por sus ramas, forman espirales, buscan comida, hacer sus nidos.
Llovió ayer, llovió hoy, lloverá mañana.
El río Mira crece en cuestión de horas, se desbordan sus orillas. Algunos campamentos de los guerrilleros se inundaron, evacuar cajas repletas de armas y municiones, les tomó toda la noche, la lluvia no paró. Si no los mata el enemigo declarado, lo hará la selva ese aliado voluntarioso. Traicionero.
14:30 hrs.
Como volcán en erupción, las ondulaciones del terreno selvático se llenan de miles de hombres del Ejército de Colombia. Enemigo a la vista. Fusiles G-3, alemanes, lanzagranadas, granadas, bayonetas, armas cortas 9 milímetros, municiones, camuflados, sombreros, fornituras, botas gringas de cuero, así recibió la guerrilla al rival cerca del Caquetá. La moral estaba en alto pero no era suficiente para una decena de hombres pertrechados. La debilidad del M estaba en su interior, en sus filas. La mayoría eran guerrilleros formados en las ciudades que desconocían la inmensidad de la selva.
Los fusiles de ambos bandos escupieron fuego, ruido, plomo y muerte. Algunos repelieron la agresión, otros cayeron de inmediato al pasto que en segundos se tiñó de rojo. El flanco fuerte del Ejército utiliza una longeva táctica militar puesta en marcha desde los tiempos de las tropas napoleónicas para combatir al enemigo: el yunque y el martillo.
Aprovechando el número inferior de insurgentes, los militares fueron cercando a los guerrilleros del lado ecuatoriano intentando comportarse como un herrero que aplasta al enemigo. El primero en caer fue un líder campesino cuando una bala le alcanzó la ingle. Era de los pocos que conocía el terreno por donde transitaba Markos haciendo frente a un combate que más tarde lo llevaría al exilio.
El plan de llegar a fortalecer las filas de la guerrilla en el Caquetá se desmoronó al instante. Los pocos que quedaron del M decidieron entregarse, muchos insurgentes cayeron en la selva. Antes de subir las manos con las armas en tierra, escondieron documentos, cosas comprometedoras que recuperarían después. Un bloque militar rodeó la parte derecha, otro copó la izquierda y el combate se trabó intenso, con bajas de cada lado. Para ese momento, Markos y sus compañeros retrocedían ante la presión, acariciando el límite internacional donde terminaron entregándose al Ejército ecuatoriano, que horas más tarde, los regresaría a las autoridades colombianas.
—El Ejército nos concentró en una finca, fuimos trasladados en helicópteros, vendados y esposados con las manos atrás. Ibamos de cinco en cinco, nos amenazaban con tirarnos desde las alturas. Luego comenzaron los interrogatorios, la tortura sicológica, la presión— Markos llora. Fue condenado a prisión por un consejo de guerra.
Presos hoy, revolucionarios siempre
Dibujo a lápiz de Markos en prisión
Las lágrimas contenidas en la mirada, el tapón para tragar saliva, los recuerdos a flor de piel. La mano de Markos sostiene una fotografía con los trazos que hiciera entre 1981 y 1982 cuando estuvo en una celda de aquella cárcel tenebrosa llamada Bellavista en Medellín. Siete puños halando la cola de un caballo desbocado, tres tumbas del costado izquierdo y tu rostro también a lápiz con la lágrima de un país que se resbala por las mejillas. No era solo el encierro. El Consejo de Guerra realizado en Ipiales, había decidido enviar a los rebeldes a cárceles distantes de sus familias, dificultar el contacto con el mundo exterior, matarlos en vida cortando lazos sentimentales. Markos fue a dar a Medellín, ocho horas en camión desde Bogotá, hogar de sus padres.
Después vino el Consejo Verbal de Guerra. Si los rebeldes aceptaban haberse equivocado en su lucha armada, la pena se reducía a la mitad. No fue el caso de Markos quien con aire altivo de adolescente retador, se paró y dijo lo que nadie quería escuchar, reivindicar su paso por el movimiento, sostener la lucha armada para quitar del poder a la clase opresora, clamar por una sociedad justa para todos. El yunque llegó primero, el martillo después: le impusieron ocho meses más a su condena de un año por su actitud sectaria y subversiva.
Un acto de valentía, un "cementerio de hombres vivos", dice la canción de Jairo Varela en el Grupo Niche y así describe Markos su paso por el encierro, en celdas para ocho personas que se convirtieron en espacio para veinte, veinticinco, con telas improvisadas para simular cortinas y divisiones en espacios de quince metros donde los pudientes podían dormir en la plancha fría de cemento, los otros, como él, en el suelo, amontonados.
—Recuerdo dibujar unos carteles con unas manos esposadas pero con las cadenas rotas y un lema de mi autoría que resumía mis convicciones: Presos hoy, revolucionarios siempre—.
Pasarían meses para que Fermín, padre de Markos, pudiera dar con el paradero de su hijo; ver su rostro en el diario más influyente de la capital; llamar a las autoridades para conocer en qué cárcel estaba; volver a llamar para saber cómo podía verlo. Comprar boleto para el autobús que lo llevaría a ocho horas por tierra de su retoño. Mientras tanto, los presos del M se hicieron famosos fuera de las rejas, los estudiantes de las universidades públicas se convirtieron en sus fervientes seguidores, los visitaban los domingos decenas de jovencitas y adolescentes que honraban su valentía, Markos consiguió novia, entró a un taller de carpintería en el patio dos y organizaba actos culturales para los domingos, el único día que lograba salir de la celda.
La solidaridad era intensa. El Comité de Solidaridad con los Presos Políticos visitó a los rebeldes cada fin de semana pero su mayor felicidad llegó un domingo, tres meses después de su detención.
—Recuerdo que mi padre que era de un mutismo asombroso, no ocultó su conmoción cuando me abrazó en la celda del quinto patio. El olor a mierda en las celdas era insoportable, nauseabundo.
Un preso común en cautiverio se dedicó a comer cucarachas. Las agarraba del piso mugroso con las patitas en movimiento y de un momento a otro crack las masticaba en la boca. A otro reo se les subía la causa a la cabeza y trepaba por los muros infinitos del patio gritando, clamando su inocencia. Dos más fueron apuñalados y otro par castigados por asesinarlos dentro. Las condiciones no mejoraban, Markos y sus amigos organizaron un motín después de que los guardias los extorsionaran para dormir o permanecer en la celda durante el día en una plancha. La idea catapultó el pase a la cárcel de la Picota en Bogotá donde estaban recluidos decenas de militantes del M.
Pasó más de un año antes de que Markos volviera a verse de frente con la libertad. Era un jueves, cuatro de la tarde. La Amnistía decretada contra presos políticos daría el pase de salida a decenas de guerrilleros del M19. Los primeros salieron lunes, el resto un martes, Markos hasta el jueves. Cuando por fin pisó la calle no había nadie ahí. Ni la prensa, ni familiares, la calle sola, el sol a punto de ocultarse, tuvo miedo. Caminó cuatro cuadras sintiéndose perseguido sin estarlo hasta hallar un teléfono público.
—Mamá estamos libres, avisa a los medios
Mexilio
Esta es la parte de la historia donde la muerte ronda a Markos y sobrevivir se convierte en la nueva travesía de un joven que se resistió por años abandonar su tierra, su causa, las botas mismas. Mataron a La Chiqui, también a Kike, Javier y Laura. Compañeros de lucha, amigos de adolescencia, intelectuales todos. Dice Olga Behar, periodista colombiana en su libro Noches de Humo, que después de la toma del Palacio de Justicia, quedó sepultada una generación de hombres brillantes, los más cultos que había conocido en su vida. Se refería a Carlos Pizarro Leongómez, máximo comandante del M19, asesinado a sangre fría en abril de 1991, semanas después de desmovilizarse, Jaime Bateman Cayón -el primer Comandante general del M-19- muerto tras caer una avioneta donde viajaba de Santa Marta a Panamá, se refería Carlos Toledo Plata, quien ya había sido asesinado a quemarropa en la ciudad de Bucaramanga por dos hombres en moto, meses después de salir de prisión.
La muerte comenzó a colarse en su almohada, no hubo un solo momento en el que no le apuntara a la cara susurrándole: "eres el siguiente".
Esta es la parte de la historia donde Markos deja las botas, la ciudad y el campo donde estuvo años de manera clandestina, pide prestada una cuenta bancaria a su tío pudiente y saca visa de turista por 180 días para llegar a la Ciudad de México. Esta es la parte donde el joven de cabello largo, botas y pistola, se convierte en Carlos Alberto Méndez Contreras. La Convención de Ginebra sobre el Estatuto de los Refugiados, dice que el refugiado es una persona que tiene un temor fundado por sus preferencias sexuales, raza, opiniones, religión, temor a que los maten. Se diferencian del migrante porque éstos pueden regresar a su país de origen si la travesía falla, si extrañan más de lo previsto. El refugiado no y tú tampoco Markos. Quedarse en Colombia era comprar un pase directo al cementerio.
México siempre ha sido especial para Colombia, para Markos. Creció al igual que muchos amigos de la época con la música ranchera en las venas, viendo cine mexicano con Antonio Aguilar, Cantinflas, admirando la legendaria Revolución Mexicana de 1910, la extensión territorial, esas grandes fincas con hombres que también usaban botas, bigotes, el sombrero bien puesto, llevando a la mujer de su vida en un caballo que se pierde en el camino. Pero para un revolucionario, México era más que novelas, tequila y mariachis. La relación sostenida con esa Cuba rebelde, ser el escondite de León Trotski, la morada temporal del Che, el surgimiento de algunas guerrillas en Guerrero y la hospitalidad de otros compatriotas que zarparon en el exilio primero que Markos, lo hicieron inclinar la balanza por el país de los manitos.
Markos recorriendo el centro de la Ciudad de México. Foto: Elizabeth Andriópulus
Décadas después de la guerra civil española, México había abierto la puerta a más de veinte mil refugiados españoles que huían del régimen franquista en la década de los 70 y acogieron a miles de argentinos, brasileños, chilenos y uruguayos, que escapaban de dictaduras militares. Desde 1980, cincuenta países han figurado al menos una vez entre los veinte países que más expulsa refugiados, Colombia, país de Markos, ha estado ocho veces en la lista de la ACNUR al igual que Camboya y Uganda, por encima de Yemen, Ucrania, Siria, Sudáfrica, Pakistán, Nicaragua y el Salvador.
Era septiembre de 1985 cuando pisaste por primera vez el Aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México. Recuerdas esa sensación de sentirte minúsculo, provinciano ante la inmensidad de una de las ciudades más grandes del mundo. No había fincas a la vista, ni caballos, ni sombreros, la Revolución era una gesta histórica de inicios del siglo XX. Sí un país con un régimen priista gobernando por setenta años, represivo con los jóvenes, de mano dura contra cualquier oposición. Viste un Distrito Federal que se caía a pedazos por el terremoto más grande de su historia en septiembre de 1985: abajo quedaron casas, edificios completos, carros sepultados, ¡más de 20 mil muertos¡. Y de nuevo la suerte echada, el destino haciendo de las suyas, la tragicomedia en vivo y a todo color: Markos pasó por Avenida Revolución, atravesó la avenida de los Insurgentes y fue a parar en Avenida de la Paz, su primera casa en el Distrito Federal, cerca al Nobel Gabriel García Márquez.
Los primeros años los siguió encausando la lucha armada. Esa que venía persiguiendo desde Colombia y que ahora le hacía pensar en Latinoamérica. Participó en esfuerzos solidarios con la Nicaragua sandinista, la revolución salvadoreña, los exiliados chilenos, argentinos uruguayos. Y hasta aquí todo era lucha, utopía, botas, clandestinidad, mientras en su tierra natal en vísperas del 91´, se pactó el desarme del M19, tus compañeros creyeron en los diálogos, dejaron las armas. Meses después fueron asesinados a quemarropa, unos pocos sobrevivieron y hoy tienen un cargo público o viven igual que Markos, en el destierro del exilio.
Para ese tiempo ya habías adoptado tu nueva identidad. Markos se fue, mutó, maduró, cambió, también lo escondiste. Ya con Carlos al frente, la nueva lucha fue estudiar Filosofía y letras en la Universidad Nacional Autónoma de México, hacerse responsable de tres hijos, pagar una renta, eventualmente una hipoteca, ahorrar para la vejez. Carlos aprendió a comer picante, utilizar sus dotes de baile para ligar, echar los perros, como dicen en Colombia al arte de la seducción. Hablaste de Zapata y Pancho Villa, de rancheras, con tal de sumergirte en una nueva cultura. México desplazó a Colombia y aunque se empeña en decir que es su segunda casa, es la primera.
Casa para Refugiados en la Ciudad de México
Han pasado tres décadas de exilio. Subiste un par de kilos, tienes 50 años, cambiaste los jean por pantalones de vestir y usas lentes. Pero ese acento tan cachaco, tan rolo, tan bogotano, tan colombiano, siguen ahí anclados en tu garganta. Sigues leyendo diario las noticias de El Tiempo, El Espectador, Semana, El País, todos diarios colombianos. Conoces las fechas de los partidos de fútbol de la selección de Pékerman y James Rodríguez, hablas de música mientras te bailan los pies y cocinas arepas, sancocho, yuca frita, también uno que otro platillo mexicano ¡no te hagas¡. Estuviste a punto de no volverte mexicano, mexicano naturalizado, en un México que no permite la doble nacionalidad: eres extranjero o eres mexicano, ambas no se puede. Algunos amigos te contaron que la Secretaría de Relaciones Exteriores, te hacía romper frente a ellos el pasaporte colombiano para darte la carta de naturalización que te había un nuevo mexicano pero era tan doloroso el episodio de sentirse desnacionalizado que lo retrasaste décadas enteras. Ahora ya eres Mexicano y esa probable firma con tu nombre donde debiste renunciar a tus orígenes, no es más que un papel, no arrancó tus raíces.
Dejaste el Distrito Federal a finales de los 90´ para encontrar refugio cerca al mar y hacer literatura al compás de las olas. Dos libros, un par de poemarios de aquí y de allá y una novela a punto de publicar, se han gestado en estos últimos años de exilio mientras Colombia ha vuelto hablar de paz.
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¿Sabías que el Presidente Santos está preparando el terreno para que millones de colombianos regresen al país? ¿que la guerrilla de las FARC está aceptando dejar las armas y renunciar a reclutar niños? ¿sabías del proceso de paz? pregunta una periodista ochentera que cuando nació, Markos ya tenía puestas las botas y había oído hablar de paz.
—La paz sin justicia social no es posible, la paz con pobreza no es posible, la paz con paramilitarismo no es posible. La Paz es un sueño colombiano que se vuelve pesadilla cada vez que la proclaman— expresa Markos con énfasis porque la última vez que escuchaste esa monosílaba, también fue la última ocasión que viste con vida a tus compañeros de lucha.
Durante treinta años de exilio, Markos se quedó ahí, guardado en su pecho como una mariposa errante que encontró buen nido. Hace un par de años, Carlos mandó por celular una fotografía a Omar, su hijo de quince años. La imagen es la misma que traes contigo hoy, treinta años después del exilio que te arrancó de Colombia: Estás sentado en la celda de Bellavista con otros compañeros del M19. Tu hijo pensó que papá quería ratificar el parecido físico entre ambos, mismos ojos, pelo, hasta el perfil. ¿y eso? respondió el muchacho segundos después. Carlos no devolvió el mensaje.
Pensaba Carlos que las botas, la pistola, la rebeldía, era toro pasado. Entonces de nuevo el celular, el Whatssap de una amiga en el Distrito Federal que pedía tu consentimiento para dar con tu paradero. Una periodista buscaba un compatriota colombiano que contara su historia desde el exilio frente a las cámaras. Tardó semanas en dar respuesta. Hablar de Markos a treinta años de distancia, a un país con una tasa de asesinatos de 14 mil homicidios en promedio cada año, un proceso de paz en puerta y sus mismos enemigos merodeando, lo hizo actuar con cautela.
Ahora estás aquí. Has volado de Cancún al Distrito Federal, la ciudad que frecuentas de cuando en vez para reencontrarte con tus hijos. Con tu chamarra nueva para salir a cuadro, tus libros, las fotografías de ese Markos que sobrevivió al yunque y al martillo.
La pregunta obligada
Jamás abandonaste la idea de regresar a Colombia, esa por la que peleaste a muerte en la clandestinidad de la ciudad y las montañas. La maleta con la que llegaste, permaneció intacta por un par de años, esperando la oportunidad de subirte a un vuelo con retorno.
La pregunta obligada
Estuviste tentado a quedarte para siempre en los 90 cuando pisaste suelo colombiano después de seis años en el exilio. Querías instalarte en un apartamento pequeño en el centro de Bogotá, incluso consideraste competir por la alcaldía de la capital después de constatar la simpatía que aún queda por el M. Pero no, no se pudo, no se puede.
Tampoco pudiste regresar a tu terruño ese sábado de 2009. Te preocupabas por el golpe de Estado al Presidente Manuel Zelaya en Honduras cuando sonó el teléfono. Tu hermano del otro lado del auricular confirmó la muerte de mamá. Murió de vieja Markos, murió esperando tu regreso. La pregunta obligada. A treinta años de distancia, una esposa, tres hijos, una carrera como Literato, el mar danzando en los oídos.
—¿Regresaría Markos a Colombia?—
—Quizás me suceda lo que el poeta Tuerto López se pregunta en unos versos: ¿Y qué hago yo con este fusil entre las piernas?
*Margarita Solano Soy Margarita. Recorro América Latina buscando historias con un Ipod que bien pudiera ser el de mi mamá: Leo Dan, Nicola Di Bari, Ana Gabriel y vallenatos del Binomio de Oro, forman parte de un play list donde Roberto Carlos no tiene que esconderse ante la requisa de un amigo. Mamá de un par de varoncitos cuyos ojos como uvas de la huerta, me recuerdan que no hay por qué perder la capacidad de asombro.
Markos fue un fantasma sin rostro durante mes y medio. La comunicación comenzó tímidamente a través de un teléfono celular que de cuando en vez daba señales de su vida, esa que curiosamente quería descubrir para convertirlo en uno de los personajes de Relatos del Exilio, un documental dirigido por Luisa López para Canal Capital en Bogotá, la ciudad que lo vio nacer, la misma de la que huyó.
Ha pasado casi un año desde que me presenté por Whatsapp como ¨la periodista colombiana que quiere conocer tu historia". Recibí de vuelta una imagen de una cerveza Póker junto a la bandera nacional, cosas que emocionan a cualquier compatriota lejos de su terruño.
Nunca antes entrevisté un ex guerrillero en exilio. Markos duró treinta años escondiendo con sigilo lo que pasó a finales de los 80 cuando peleó en el monte con las botas bien puestas. Ni siquiera sus hijos conocían hasta hoy, su paso por la insurgencia. Esas confidencias que ahora se hacen públicas, mantienen viva mi pasión por contar historias.
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